Rana mono de patas de tigre (Phyllomedusa hypochondrialis). Crédito: Rhett A. Butler.
Rana mono de patas de tigre (Phyllomedusa hypochondrialis). Crédito: Rhett A. Butler.

Históricamente, la mayoría de los países regulaban sus recursos biológicos a través de sus ministerios de agricultura, utilizando leyes específicas para la gestión de bosques, fauna y pesca. Muchos de estos marcos legales se basaron en compromisos adquiridos mediante tratados de las Naciones Unidas, en particular la Convención del Patrimonio Mundial (WHC) y la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). Además, diversos países se sumaron a entidades afiliadas a la ONU, como la Organización Internacional de las Maderas Tropicales (OIMT) y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), lo que también influyó en sus regulaciones.

Al ratificar estos tratados o adherirse a dichas entidades, los gobiernos incorporaron sus disposiciones a los marcos jurídicos nacionales. Este proceso se consolidó con la ratificación del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), firmado por todos los países participantes de la Cumbre de Río en 1992. Con el tiempo, complementaron estos acuerdos jurídicamente vinculantes con leyes más detalladas que, por primera vez, introdujeron el término biodiversidad. Entre las primeras medidas adoptadas estuvo la creación de sistemas nacionales de áreas protegidas, junto con entidades administrativas encargadas de su gestión.

Paralelamente, los gobiernos establecieron organismos dedicados a organizar y revisar las Evaluaciones de Impacto Ambiental (EIA), un mecanismo introducido en los años setenta para prevenir o mitigar los daños medioambientales causados por el sector extractivo y las inversiones en infraestructura. Al igual que ocurrió con la conservación de la naturaleza, estos esfuerzos fueron impulsados por acuerdos internacionales. No obstante, el factor determinante en su implementación fue la presión de las instituciones financieras, que buscaban limitar los riesgos asociados a inversiones de gran capital y largo plazo.

Inicialmente, la responsabilidad de encargar y evaluar las EIA recaía en los mismos ministerios que promovían los proyectos, lo que generaba un evidente conflicto de intereses. Para resolver esta situación, se crearon ministerios de medio ambiente, los cuales asumieron la evaluación de los casos más complejos y la decisión final sobre la aprobación —o en contadas ocasiones, el rechazo— de las inversiones. Esta tarea ha sido siempre desafiante, ya que los gobiernos deben equilibrar múltiples intereses y sectores en competencia.

La ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, presentó la quinta fase del Plan de Acción para la Prevención y el Control de la Deforestación (PPCDAm), la estrategia integral del gobierno brasileño para frenar la deforestación en la Amazonia. Las dos primeras versiones del PPCDAm lograron reducir la deforestación en un 80 % entre 2007 y 2012. Crédito: Joédson Alves / Agência Brasil

Los estudios medioambientales adquirieron aún más relevancia cuando la sociedad civil comenzó a exigir que las evaluaciones de impacto ambiental abordaran también los efectos sociales del desarrollo convencional, especialmente aquellos que afectan a las poblaciones rurales y comunidades tradicionales. Los países amazónicos reconocen desde hace tiempo la posición única de sus poblaciones indígenas y, salvo Surinam, todos han aprobado leyes que definen su estatus y reconocen sus derechos. Sin embargo, es poco probable que la élite política comprendiera plenamente las implicaciones de ratificar un acuerdo de la Organización Internacional del Trabajo: el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales (OIT-C169).

Este tratado histórico establece que las comunidades indígenas deben ser consultadas antes de la implementación de proyectos de desarrollo que afecten significativamente sus territorios y derechos colectivos. Este proceso de consulta, conocido como “consentimiento libre, previo e informado” (CLPI), proporciona a las comunidades indígenas una poderosa herramienta legal para impugnar proyectos que amenacen sus medios de vida tradicionales (véase más abajo)

Los ministerios de medio ambiente, la mayoría creados después de la Cumbre de Río, llevan ya tres décadas en funciones y han ampliado sus competencias hasta incluir asuntos de gran trascendencia económica, como el cambio climático. Esto abarca también las disposiciones y protocolos vinculados a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Los funcionarios de estos ministerios participan en las delegaciones que asisten a las reuniones anuales de la Conferencia de las Partes (COP), donde negocian y establecen objetivos de reducción de emisiones.

Para los países panamazónicos, estas conversaciones giran en torno a compromisos para frenar la deforestación y establecer incentivos financieros, como el marco REDD+, clave para modificar el cálculo económico que impulsa la pérdida de bosques. Aunque el régimen regulatorio aún está por definirse, la ratificación del Acuerdo de París ha generado un fuerte incentivo para que las naciones amazónicas adopten los mercados de carbono como herramienta financiera para impulsar las iniciativas REDD+. En la próxima década, estos países promulgarán legislaciones cruciales para regular el incipiente mercado de compensaciones de carbono, abarcando tanto mercados nacionales e internacionales como mercados voluntarios y de cumplimiento.