
“Para nuestros abuelos, los ciclos de la naturaleza eran predecibles. Llovía cuando debía llover y la escarcha caía cuando debía caer. Todo era muy ordenado, y eso les daba confianza”, recuerda Gonzalo Pusari, guía comunitario y turístico de Yumani, un pueblo en la costa sur del lago Titicaca, Bolivia.
Compartido entre Perú y Bolivia, el Titicaca es el lago navegable más alto del mundo y el más grande de Sudamérica. Se encuentra a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar, y su superficie de más de 8.500 km² es tan grande como las ciudades de Londres, París, Los Ángeles, Bogotá, Madrid y Ciudad de México juntas. Más de 3 millones de personas dependen de sus aguas para su sustento.
El lago fue un centro ceremonial, comercial y productivo del Imperio Inca y, antes de eso, de culturas como la Tiahuanaco y la Chiripa. Sin embargo, hoy en día, las comunidades indígenas aymara, kichwa y uro que habitan sus orillas ven cómo sus aguas se reducen, la flora cambia y los peces mueren. La crisis climática y la contaminación amenazan no solo al lago, sino también a sus habitantes, su modo de vida, sus tradiciones y sus medios de vida.
Pusari vive en la Isla del Sol, una isla al sur del Titicaca, donde gestiona la recolección de residuos de la comunidad y, junto con sus vecinos, el uso responsable del agua para uso doméstico y riego. Dado que la zona carece de un sistema centralizado de recolección de basura, se encargan de recolectar, reciclar y limpiar el terreno, y buscan limitar el uso de plástico. Dice que la isla está sufriendo: «Pero seguimos luchando. Nuestra misión es cuidar este legado ancestral».
El diagnóstico de los científicos
Los principales afluentes del Titicaca se han contaminado con diversos materiales asociados a actividades industriales, minería —a menudo sin regulación— y la gestión deficiente de otros desechos: el río Huancané , con boro, cobre y manganeso; el río Ilave , con aluminio y arsénico. Por otro lado, los ríos Suches y Coata transportan mercurio y otros metales pesados. Todos contienen coliformes fecales, vinculados a la descarga de aguas residuales.
Los niveles de agua del Titicaca también están sufriendo las consecuencias de la disminución de la nieve y el hielo en la cercana montaña Illimani, cerca de La Paz, la capital administrativa del país.

El lago está ubicado dentro del sistema endorreico Titicaca-Desaguadero-Poopó-Salar de Coipasa (TDPS), un conjunto de cuencas interconectadas, explica Marco Limachi, investigador en recursos hídricos.
Los sistemas endorreicos suelen retener agua y no permiten su salida. Sin embargo, el sistema se ve gravemente afectado por el cambio climático, la contaminación y factores meteorológicos, climáticos e hidrológicos.
Las temporadas de lluvia más cortas y menos intensas, combinadas con el aumento de las temperaturas, han propiciado la proliferación de microalgas que reducen la claridad del agua y el oxígeno. Como resultado, tanto los peces nativos, como el ispi ( Orestias ispi ), el carachi amarillo ( Orestias luteus ), el maurí ( Trichomycterus rivulatus ) y el suche ( Trichomycterus rivulatus ), como las especies introducidas como la trucha y el pejerrey, han disminuido en número. Según se informa, esto se ha visto agravado por la presión ejercida por la demanda de pescado en el mercado, que en muchos casos conduce a la sobrepesca.
Incluso el sol parece quemar con más fuerza que antes. La isla Cojata, en el municipio de Huarina, parece más un páramo que un lago: donde una vez reinó el inmenso azul del Titicaca, el suelo reseco ahora es blanquecino y agrietado. “Nos duele la piel, nos aparecen erupciones y enfermedades”, explica Javier Apaza Flores, agrónomo y pescador local.
Las precipitaciones, que antes alcanzaban los 50 milímetros anuales, ahora no superan los 15 milímetros, señala Limachi, quien añade que esto ha provocado la degradación del suelo y ha transformado el uso de la tierra en las zonas circundantes. Por ejemplo, tanto en la bahía de Cohana como en la isla Cojata, donde antes había agua, ahora hay pasto. Aún se pueden ver barcos, vestigios de otro tiempo, varados en tierra firme, rodeados de vacas: la ganadería, en algunos casos, ha sustituido a la pesca.

La falta de cobertura vegetal ha agravado la evaporación , ya que el suelo desnudo concentra más calor y provoca una mayor pérdida de agua. Limachi enfatiza la urgencia de una acción coordinada entre Bolivia y Perú para evaluar la situación con precisión, generar inversiones y adoptar proyectos a largo plazo como la regulación y el almacenamiento de agua, así como impulsar la reforestación con especies vegetales que consumen menos agua.
Xavier Lazzaro es especialista de la Autoridad Autónoma Binacional del Lago Titicaca (ALT) , encargada de la gestión del agua y los recursos del lago. Estudia la zona desde 1979 y ha observado cómo cambios que deberían tomar siglos se precipitaron en tan solo unas décadas.
Muchas zonas costeras del lago están experimentando un fenómeno conocido como eutrofización, un proceso en el que la acumulación de nutrientes, principalmente fósforo y nitrógeno, propicia el crecimiento excesivo de algas. En los lagos de agua dulce, la eutrofización es un fenómeno natural que se desarrolla a lo largo de siglos o incluso milenios. Sin embargo, en el lago Titicaca, el rápido vertido de aguas residuales sin tratar ha acelerado drásticamente este proceso, especialmente desde la década de 1990, provocando floraciones masivas de fitoplancton. Como resultado, las actividades humanas y el crecimiento demográfico han acelerado el envejecimiento del lago.
Lazzaro señala el vertido de aguas residuales de El Alto —la segunda ciudad más grande de Bolivia, ubicada en el Altiplano, al suroeste del lago Titicaca— a través del río Katari como una de las principales causas. La situación de las aguas residuales se ha visto agravada por el mal estado de las pocas plantas de tratamiento existentes. Lugares como la bahía de Cohana, en la costa sureste, donde antes había agua y ahora se utilizan como pastizales, se encuentran entre los más afectados.
Aunque el panorama es desalentador, existen propuestas que podrían marcar la diferencia. Científicos del ALT, la Universidad Mayor de San Andrés y otras instituciones han estado trabajando en métodos que utilizan la totora ( Schoenoplectus californicus subsp. tatora ) para filtrar contaminantes de forma natural, así como en la construcción de humedales en forma de islas flotantes. También se han instalado plantas piloto de tratamiento de aguas residuales bajo el sistema de fitorremediación utilizando totora, una planta acuática nativa.
“Estas soluciones basadas en la naturaleza han demostrado ser eficaces a pequeña escala, pero su implementación masiva enfrenta desafíos sociales y políticos”, advierte Lazzaro. También sugiere la necesidad de crear sistemas avanzados de filtración y cuidado del agua, incluyendo inyecciones de ozono y ultravioleta que puedan desinfectar el agua. Para él, se necesita un cambio de paradigma que combine soluciones tecnológicas con regulación y educación ambiental desde la primera infancia. Y es aquí donde la población local ha comenzado a organizarse.
Guardianes unidos
Rosa Jalja, mujer aymara de la comunidad Sampaya, es cineasta y líder de la radio comunitaria de Copacabana, una de las principales ciudades del lado boliviano del lago Titicaca. También es miembro de Mujeres Unidas en Defensa del Agua , organización que reúne a mujeres líderes de 14 municipios de Bolivia y Perú en un esfuerzo por salvar el Titicaca. Proponen que su lago sagrado sea considerado un sujeto de derechos. “Las mujeres tenemos que ser guardianas”, dice Jalja. “Tengo que enseñarle a mi hija, a mi nieta, a no contaminar el lago. He asumido esta responsabilidad y ahora debo transmitirla”.
A sus 70 años, comprende que cuidar el lago no es solo un acto de resistencia, sino un legado que debe transmitirse. Los viernes, junto con sus otras compañeras, organiza jornadas de limpieza de basura y educación comunitaria. Semana tras semana, recogen bolsas llenas de plásticos, pañales, ropa y otros artículos desechados. Equipadas con drones y equipos para medir los niveles de mercurio y pH del agua, visitan otras comunidades para enseñar e intercambiar conocimientos sobre la protección de los ríos y el lago.
“Aquí, a la orilla del lago, solía buscar mis pececitos”, dice Jalja, mirando desde la orilla de Copacabana. “Había ranas e incluso truchas. Ahora hay que bajar al fondo para buscar”. Comenta que hay especies que ya no están presentes en las aguas, como la boga ( Orestias pentlandii ).
Siguiendo las enseñanzas de sus mayores, realiza ofrendas y participa en diversos rituales dedicados a la tierra y al agua. A estas prácticas tradicionales, añade el conocimiento empírico adquirido en talleres con ONG, donde se capacita a las mujeres en el uso de equipos de monitoreo, y en reuniones con otras comunidades de la cuenca y más allá.
Una hija del agua
“Soy una mujer uro, hija de la mama qota [diosa del agua]”, declara Rita Suaña, activista, líder comunitaria y tejedora. El pueblo indígena uro forma parte de una cultura preincaica, una de las más antiguas del continente, que siempre se ha asentado en torno al Titicaca, principalmente en el lado peruano.
Suaña sube a su bote y se dirige a una de las islas flotantes que, durante miles de años, su pueblo construyó en el lago. Son artificiales y su creación depende de capas de totora, que deben renovarse constantemente. Sin embargo, son orgánicas y coexisten en gran medida en armonía con el ecosistema. El pueblo uro vive en docenas de islas, habitadas por diferentes familias: las mujeres dan a luz allí, los niños aprenden oficios como la pesca y el tejido, y establecen una relación con el agua, la flora y la fauna.

El pueblo Uro siente de primera mano las transformaciones que se están produciendo en la zona. En el lago Titicaca, el refugio y el sustento parecen volverse esquivos. La costa se aleja , lo que dificulta el acceso y aísla a las familias. Para navegar por las vías fluviales cada vez más estrechas y evitar que las embarcaciones encallen, se ven obligados a cavar sus propios canales.
“Esto ahora está seco, pero antes era agua”, exclama Rita, señalando el paisaje. Para salir de Puno, ciudad peruana en la orilla oriental del lago Titicaca, y llegar a las islas flotantes, se sube a su lancha a motor. Sin embargo, durante varios metros, debe impulsar la lancha manualmente con una pértiga, ya que parte del recorrido transcurre por aguas fangosas y poco profundas.
La contaminación agrava aún más los efectos de la crisis climática. En Puno, uno de los mayores problemas son las aguas residuales , que fluyen desde la ciudad hacia el lago tras un tratamiento deficiente en plantas anticuadas y defectuosas. La turbidez del agua y el olor pútrido en la orilla son un claro ejemplo del problema.
Los cambios en el litoral también han afectado la disponibilidad de pescado y han aumentado la amenaza para la economía de los uros. Las zonas de pesca han cambiado, lo que ha llevado a muchas islas a establecer pequeñas piscifactorías.
El turismo se ha convertido en la principal actividad económica, transformando las formas de vida tradicionales. Muchas familias ahora dependen principalmente de los paseos en barco y la venta de artesanías, lo que les deja con recursos financieros limitados.
Y esta no es la única consecuencia.
La totora, material principal para construir islas, casas, embarcaciones tradicionales y artesanías, se está secando cada vez más rápido. “Antes la cortábamos cerca, pero ahora tenemos que recorrer kilómetros para encontrarla”, dice Rita. Los techos, que antes duraban un año, ahora no duran más de cuatro meses. “Antes nos sentábamos afuera todo el día trabajando en artesanías, pero ahora el sol nos hace daño; nos enferma”, continúa. Habla de erupciones, ampollas, quemaduras y piel irritada.
La parte blanca inferior de la totora, el chullo , también es un alimento tradicional del pueblo Uro. Sin embargo, la sequía, la contaminación y los cambios climáticos también han afectado negativamente a este alimento. «Antes era refrescante, grande y dulce, hoy es pequeño y escaso», dice Suaña.
Es muy diferente a su infancia, que recuerda con una sonrisa: “Estábamos en el agua todo el tiempo. Comíamos chullo , pescábamos y luego volvíamos a nadar. ¡Era pura alegría!”
Ante esta tensa situación, el Titicaca lucha contra su propio destino y sus habitantes exigen respuestas a los gobiernos que les ayuden a seguir adaptándose y organizándose para preservar la vida en este manto sagrado de agua del Altiplano.
Rita denuncia a las ONG que alegan lucro en nombre del lago sin beneficiar a las comunidades. «Presentan informes, toman fotos, pero no recibimos nada. Es nuestra gente la que toma la iniciativa para proteger el agua». Como ejemplo, señala una balsa construida con miles de botellas de plástico recicladas.
En más de una ocasión, ha marchado junto a sus vecinos hasta el municipio, exigiendo la construcción de una planta de tratamiento de aguas residuales. Incluso ha participado en política, alcanzando puestos de liderazgo comunitario.
Y a pesar de todas las dificultades que enfrenta el pueblo Uro viviendo alrededor del lago, Suaña dice que no pueden imaginar vivir en otro lugar. “Nos resistimos a desaparecer. Siempre hemos vivido en medio del Titicaca. Cuando voy a una comunidad sin agua, mi cuerpo me la pide, necesito verla. Cuando puedo abrazarla, soy feliz”, dice.