Un niño lleva la mochila que distribuyó el gobierno venezolano a los escolares, está en la plaza 24 de Septiembre de Santa Cruz, mientras su madre ofrece caramelos a la venta. Foto: Yolvik Chacón.

Rocío Lloret Céspedes

Imagina ganar 400 mil pesos en cualquier moneda del mundo cada mes. Imagina comprar un kilo de arroz con 320 mil. Imagina también que con los 80 mil restantes, te alcanza para comprar un chupete. Imagina que vives solo y que absolutamente nadie depende de ti. Imagina que te sumerges en una piscina de billetes que no sirven para mucho.

Jonathan (46) –profesor universitario, 20 años de experiencia, a punto de leer la tesis de doctorado- ganaba el año pasado en Venezuela tres veces esa cifra: 1,2 millones en bolívares. De no haber renunciado a su cargo como jefe de cátedra de Filosofía de la Educación en la Universidad de Carabobo, este año le hubiera correspondido percibir 1,6 millones, cuatro dólares como mucho.

Con ese monto quizá hubiera podido comprar el kilo de arroz (320 mil bolívares), medio kilo de fideos (240 mil), un kilo de harina PAN para preparar arepas venezolanas, que es el equivalente al pan de batalla o pan francés en Bolivia (360 mil); un kilo de carne de res molida (200 mil) si tenía suerte y encontraba. Con los 480 mil restantes se las hubiera tenido que ingeniar para pagar servicios, salud, transporte; otros gastos.

Pero Jonathan no vivía solo. Su esposa Sulevia y dos de sus cuatro hijos –los menores- todavía quedaban en casa. Así, con un salario de casi tres dólares, más lo que ganaba ella como estilista profesional, llegar a fin de mes era aprender qué cereales rinden más y cómo se puede hacer alcanzar la olla. Los primeros días, recién cobrado el suelo, se podía comer algo aceptable; después, la frecuencia bajaba a dos veces por jornada; una. Ninguna.

Jonathan tiene diabetes tipo 2 y toma pastillas para la tensión arterial. Aunque dejar los carbohidratos en su caso es recomendable, no compensarlos puede ser letal. De estatura baja, hombros anchos y escaso cabello crespo negro, estaba tan delgado que prácticamente había perdido musculatura y el único camino viable para sobrevivir era emigrar.

En la memoria de Samuel (20), el menor de los hijos varones de esta familia, aparece una niñez feliz en un barrio popular de Valencia, una ciudad que está a 172 kilómetros de Caracas. A los 11 años, el traslado a un condominio, una vida cómoda con algunos lujos. Los últimos dos años, la idea de salir.

— Nosotros (en Venezuela) teníamos petróleo, vivíamos bien. Acogíamos a extranjeros, los tratábamos bien, les dábamos trabajo. Cuando vivía (Hugo) Chávez, la cosa no estaba tan mal, pero cuando llegó (Nicolás) Maduro, todo se fue terminando. A mí nunca me faltó la comida, pero al último era como la comida del día. No era como cuando uno iba a su nevera y tenía de todo. Y eso me daba rabia, impotencia. Como cuando llegas a un estatus de vida y vuelves a bajar.

Migrar. Empezar de cero sin importar la edad. Dejar la casa que compraste luego de años de trabajo. Renunciar a tu jubilación porque no sabes cuándo volverás (si volverás). Dejar amigos, dejar la novia, dejar a la familia de personas mayores. Dejar escondido el reloj de plata que te regaló tu abuelo porque temes que en el camino te roben. Llevar lo estrictamente necesario. Como si 20 años cupieran en una maleta.

Y entonces surge la pregunta, ¿en qué momento se toma la decisión?

¿Cuándo uno decide migrar? Cuando ya el estómago está en el espinazo—, responde Jonathan.

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Sulevia y Saraí, la esposa e hija menor de Jonathan, dejaron su natal Venezuela a finales de 2018. En el bolsillo la madre de entonces 54 años, llevaba 380 dólares que reunió gracias a su hijo mayor que estaba en Perú, y otro tanto que mandó un sobrino que vive en Australia. Ambas tenían pasaporte. Con ese monto llegaron hasta Lima, donde las esperaba Anthony, el hijo mayor, y su esposa.

—Dos mujeres, mi hija una niña de 17 años. A pesar del riesgo, a mí me movía el incentivo de poder ayudar a mis hijos. Yo toda la vida he trabajado y querer salir a estas alturas. Pero no veía forma. En ese entonces cuando salimos, no había alimentos. Podíamos tener para comprar, pero no había comida. Hoy en día hay comida pero no hay con qué comprar. Salimos con la idea de ayudar a la gente que queda allá, que no tiene cómo salir, que no tiene pasaporte, que no tienen papeles, que no tiene dinero. Que no puede. La mayoría de mis (11) hermanos son adultos mayores y ya a esa edad, ¿qué van a hacer afuera?

La estadía en el país incaico no fue mala, pero sí ingrata. El arribo de las mujeres coincidía con las fiestas de fin de año y la mamá trabajó duro en una peluquería cuya dueña nunca quiso pagarle. Y aunque Anthony tenía un empleo, el sistema laboral peruano evade en lo posible entregar contratos indefinidos, para no tener “cargas sociales”. Aquello y el “dice que en Chile hay oportunidades”, llevó a la familia a cruzar por Tacna y quedarse en Arica.

A la semana la mujer consiguió empleo en una lavandería. Al mes la llamaron para cuidar a un anciano y le dieron un contrato indefinido. En ese momento, marzo de 2019, el país no les exigía visa, así que los recién llegados legalizaron su estadía y hoy cuentan con cédula de extranjería y permiso de trabajo.

Mientras, en Venezuela Jonathan tramitaba papeles para renunciar a la Universidad y apostillar o legalizar sus títulos. Su hijo Samuel hacía lo propio porque ya estaba en el segundo semestre de la carrera de Medicina.

Esta foto fue tomada en marzo de 2017 y es una de las últimas que se tomó la familia. De derecha a izquierda de la pantalla: Samuel, Fernando (hermano de Sulevia), Jonathan , Sulevia, Anthony, Luisa (esposa de Anthony ), Saraí y Moisés. Crédito: Gentileza.

Para cuando decidieron salir y reunirse con los suyos, Chile había impuesto la Visa Consular de Turismo (VCT), una medida que se sumaba a la de abril de 2018 cuando se impuso la Visa de Responsabilidad Democrática, que permite una residencia temporal de un año, prorrogable por una vez.

De esta manera, el país andino se sumaba a otros once en el continente, que decidieron levantar un muro virtual frente a un éxodo obligado de venezolanos, que dejan su patria expulsados por una crisis económica galopante y una constante violación a sus derechos humanos, tal como denunció nuevamente esta semana la alta comisionada de la ONU por los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.

Mira aquí cómo América Latina empezó a crear un muro virtual a Venezuela

El 4 de septiembre del año pasado, Jonathan y su hijo llegaron a Santa Cruz de la Sierra, cinco días después de partir del estado de Carabobo. De allí se dirigieron hacia Puerto Ordaz, Santa Elena de Guairé, Roraima, en la frontera con Brasil; Boavista, Porto Belho, Porto Manaus, Guayará (Brasil), Guayaramerín, Trinidad y Santa Cruz, en Bolivia. Todo por tramos, cambiando de bus en cada punto.

Su idea era tramitar una visa de reunificación familiar en el consulado de Chile. Lo máximo que pensaban quedarse era una semana y eligieron Santa Cruz por la salud de Jonathan. Desde entonces ha pasado más de un año. A la negativa que recibió el esposo, se sumó una revuelta político-social en Bolivia después de las elecciones presidenciales de 2019. Esta última coincidió con las protestas que exigían cambios sociales al gobierno de Sebastián Piñera. A los meses, en marzo de este año, azotó la pandemia.

Durante todo este tiempo, tanto él como el muchacho de 20 años trabajaron en distintos oficios. Recién llegado el papá intentó presentar sus papeles en la Universidad René Moreno, pero debía legalizarlos. Entonces comenzó a vender café e infusión de manzanilla. Un rumor que corrió de que los migrantes venezolanos dopaban a la gente con los productos que vendían, echó sus esfuerzos por los suelos. Samuel por su lado quiso estudiar Medicina en la misma universidad pública, pero un sistema complejo y burocrático le cerró la posibilidad. Hace poco le ofrecieron contratarlo para descargar llantas de tractor por Bs 50 el día (poco más de siete dólares), de 6:00 a 18:00.

Pese a que ambos entraron legalmente a Bolivia, porque les sellaron los pasaportes en todos los países por los que pasaron, el hecho de no regularizar sus papeles los hizo presas de abusos laborales.

Al hombre, por ejemplo, le ofrecieron pagarle 100 bolivianos por día como ayudante de albañil. Con la idea de guardar algo de dinero, él decidió hacer horas extras para ganar 130. Al final, le pagaron como 93 (13 dólares), sin contar una lesión en el hombro de la que nadie se hizo cargo.

Entonces encontró un trabajo como distribuidor de bolsitas con agua para beber. En una ciudad donde la temperatura promedio supera los 30 grados, esto no es complejo. El detalle es que por cada caja completa, con 60 unidades cada una, a él le se le pagaba 2.50 bolivianos (0,35 céntimos de dólar). Así, para que la jornada sea productiva, sus venteros como les dicen acá, necesitaban acabar 30 cajas. Eso implicaba una jornada laboral que empezaba a las seis de la mañana y terminaba a las seis de la tarde. Si el día amanecía frío, adiós negocio. Pero en días buenos, Jonathan percibía 75 bolivianos el día (poco más de diez dólares), por eso no importaba si era domingo o feriado.

Cuando lo contacté para una entrevista, en fin de semana, pidió se le recordara la cita, porque no tenía claro en qué día estaba.

— Desde que llegamos, alguien me preguntó: ¿qué hora es? Y le respondí: para nosotros no existe la hora, todos los días son iguales, levantarse, salir a trabajar, ganarse el pan de cada día y mantenerse vivo.

Lee aquí algunos de los poemas que escribe Jonathan

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Claudia Vargas Ribas es investigadora de la Universidad Simón Bolívar en temas de Migración. Desde Caracas dice que la pandemia por Covid19 no ha frenado la salida de venezolanos. Según datos de la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) más de 200 mil partieron este año.

—Y la migración no ha parado pese a la pandemia, justamente porque la situación interna del país es cada vez más compleja.

El envío de remesas, una de las fuentes de ingresos de muchos venezolanos, bajó considerablemente. En los últimos años estos recursos se han convertido en un medio para solventar necesidades básicas y, a la vez, han generado una dolarización de los productos. El problema es que quienes viven en el exterior, ahora también sufren por la recesión que ha dejado el coronavirus.

—Estamos viendo que a pesar de que se devolvió un aproximado de 111 mil venezolanos (durante la pandemia), muchos están pensando retornar al país del que se vinieron originalmente. Pero además ahora se van a llevar a la familia que habían dejado acá: hijos, padres, un amigo.

Lo que encontraron en su país los lleva a tomar esa decisión: un acceso al agua potable “supremamente complicado”, lo mismo para el gas doméstico para cocinar, la electricidad. ¿Cómo una persona puede lavarse las manos o comprar un jabón sobre un alimento?, ¿cómo puede estar conectada a un respirador o hacerse tratamiento médico si no hay electricidad?, ¿cómo puede hacer teletrabajo si no tiene internet? Porque ahora ya no solo es un lujo, sino que la conexión es otro problema, dice Vargas.

A todo ello se suma una serie de violaciones de derechos civiles y políticos, que hacen que la gente no solo tome la decisión de irse, sino que opera lo que la experta llama la migración remolque, porque se lleva a sus allegados.

Pero además, en 2019 cuando los países de la región empezaron a imponer el visado y los destinos empezaron a cambiar. Bolivia, por ejemplo, hasta entonces era un Estado de tránsito para llegar a Chile, Perú e incluso Uruguay luego de pasar por Argentina. Ahora es un destino.

– Al tener Perú y Chile el visado, las personas se van a desplazar por Brasil, van a buscar alternativas. Entre ellas también están países que no habían sido considerados como Bolivia.

En otro contexto, la razón por la que este país no era visto como destino fue porque en décadas anteriores Venezuela recibió mucha migración colombiana, ecuatoriana y peruana, especialmente. Eso creó vínculos fuertes e incluso familiares, que ante la crisis se buscó usar para obtener la nacionalidad; algo que no sucedió con Bolivia.

—Aparte del tema de las visas (en países de la región), que es un muro virtual, hay venezolanos que se han asentado en Bolivia hace mucho tiempo y estas personas vuelven a aplicar la migración remolque, eso los va a ir convirtiendo en uno o dos años en un país referencia. Quizá no con tanta cantidad como se ve en Colombia, porque sus padres o abuelos eran colombianos, sino porque van a empezar a encontrar en Bolivia, como ha pasado con Uruguay, Paraguay y Brasil, como una alternativa para estar en la región, con el mismo idioma, personas conocidas o por lo menos, otros venezolanos.

A partir de 2014, la migración dejó de ser planificada y dada la situación político-social, sin documentos básicos, con lo cual las personas se exponen a ser víctimas de chantajes, secuestros, trata y tráfico, explotación laboral y una serie violaciones a los derechos humanos.

Esa complejidad, de acceder a documentos personales, no solo es económica sino también burocrática, y ahora incierta. En este momento en Venezuela obtener un pasaporte cuesta 200 dólares y el salario mínimo no supera los dos dólares. Aun teniendo ese dinero, el Servicio Autónomo Identificación, Migración y Extranjería (Saime) está cerrado sin fecha definida para la reapertura. Tanto dentro como fuera, una persona nacida en Venezuela no tiene cómo renovar su vida civil.

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“La mayoría de la población que llega, entra sin sello de salida del país que proviene y tampoco ha sellado el ingreso a Bolivia. Ese es el principal problema para regularizarse. Algunos entran por Desaguadero (frontera con Perú), otros por Guayaramerín (frontera con Brasil por Beni), pagan la evasión de frontera y consiguen el sellado de ingreso. Muchos tienen sus papeles maltratados, borrosos, rotos”, dice Patricia Orosco, abogada de la Pastoral de Movilidad Humana (PMH) en Santa Cruz. También hay quienes los tienen vencidos.

Es el caso de Betsaida, quien tiene una hija que solo cuenta con la partida de nacimiento, porque en su país únicamente se otorga un carnet cuando el niño ha cumplido ocho o nueve años y ya sabe escribir.

—Yo me quedé en Desaguadero (La Paz) y no me dieron ingreso en Bolivia por mi cédula. Esperé dos días ahí hasta que dije: no, me arriesgo, voy a pasar como sea, porque aquí no aguanto más el frío. Crucé pidiéndole mucho a mi Dios que me diera fortaleza y entré.

Para esta joven madre de 21 años, con una pequeña que va para los tres, regularizar sus documentos no es prioridad en este momento. Aunque su esposo tiene un empleo estable cargando y descargando llantas, algún día espera volver a su país.

Por el momento ella no trabaja, porque el puesto de venta de refrescos y agua que consiguió por el mercado Abasto, en la capital cruceña, está en medio de dos avenidas y teme por la seguridad de su hija. Aquello le apena, porque después de haber vendido dulces y empanadas, aprendió a sobrevivir en esta selva de cemento, donde cada quien lucha por un espacio. Donde un día tuvo que recibir una golpiza porque una joven embarazada estuvo a punto de quitarle su lugar. Donde a fuerza de trabajo, logró algo que jamás hubiera podido en Venezuela: la seguridad de tener algo para alimentar a Yoberlín, su niña.

Dentro de todo —dice— este fue el país en el que mejor pudimos establecernos. Ni bien salieron de su natal San Cristóbal, en el estado de Táchira hace casi tres años, se fueron a Colombia. Allí trabajaron en varias ciudades, vendiendo caramelos y masas horneadas. Recibieron ayuda, la gente se portó bien. Pero un día él decidió volver a Venezuela para vender una moto. Después partió hacia Uruguay, conocido como “la Suiza sudamericana”, donde esperaba a Betsaida. Al pasar por Bolivia, ella no pudo seguir adelante, porque tenía miedo, así que él tuvo que cruzar Argentina y entrar a Bolivia por Yacuiba. La pareja se encontró en Villamontes y ahí oyeron hablar de Santa Cruz, como una ciudad «grande» y con mucho movimiento. Tras pensarlo uno poco, vinieron y se quedaron.

Hoy alquilan una habitación por 400 bolivianos (57 dólares) y con lo que gana su pareja, pudieron comprar un televisor de medio uso, un catre y un colchón. Los amigos que hicieron, les regalaron algunos insumos como cocina y ollas. La idea del hombre es quedarse por lo menos dos años e incluso entró a un sistema de ahorro muy boliviano que se llama pasanaku, en el que cada quien aporta un monto mensual, para hacer un fondo rotatorio que se entrega a una sola persona. Dependiendo la suma y la cantidad de participantes, se puede obtener hasta mil dólares o más.

—Por lo que he escuchado, aquí los papeles son caros. Son como dos mil bolivianos (287 dólares). Por el momento no pienso sacar papeles ni nada de eso. Estaré así, ilegal, el día que le toque a uno irse, se va, qué más va a hacer uno. Entrar a uno o irse para otro país—, dice Betsaida.

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Hasta julio de este año, Migración Bolivia reportó la presencia de 20 mil venezolanos, principalmente en La Paz, Cochabamba y Santa Cruz. Muchos de ellos ingresaron de manera irregular, dijo a la prensa el director, Marcel Rivas. Aunque el actual gobierno flexibilizó las medidas para que los niños accedan a refugio, por ejemplo, el tema de costos sigue siendo una gran barrera.

Según la página web www.migracion.gob.bo, la visa de permanencia temporal de trabajo por un año en Bolivia cuesta 960 UFV (Unidad de Fomento a la Vivienda), que a la cotización del 24 de septiembre estaba en Bs 2,35. Eso representa Bs 2.208 o 317 dólares, sin contar otros documentos que se debe adjuntar (descargar PDF). Ese monto se toma es independiente a las multas que corren por día desde que la visa de turismo vence (Bs 28 o 4 dólares diarios), con lo cual la cifra puede superar los mil dólares por persona. Aunque cada cierto tiempo hay amnistías, no deja de ser un precio elevado y un trámite burocrático.

Pese a las adversidades, el informe de la Oficina de la Secretaría General para la Crisis de Migrantes y Refugiados Venezolanos de la ONU, presentado en abril de este año, da cuenta que hasta esa fecha había 57 venezolanos en Bolivia con estatus de refugiados (27 mujeres y 30 hombres). En 2018, 334 realizaron solicitudes y en 2019 un total de 405. Entre enero y febrero de 2020, 182 hicieron solicitudes de refugio.

Para Jonathan, esta situación hace que descarte este país como el lugar donde le gustaría pasar los próximos años. Con una formación católica muy profunda, ve en Dios la esperanza de que el Consulado chileno reabra y pueda atender a la nueva solicitud que metió cuando le rechazaron la primera por un detalle en el pasaporte.

Mientras tanto, desde Arica, Sulevia tampoco pierde la esperanza ni ha dejado de orar por los suyos. Su hija Saraí ya estudia Idiomas en una universidad de Arica y tiene una nieta nacida en Chile, a cuya madre atendieron muy bien en el hospital, según cuenta por videollamada. Pero nunca nada será igual mientras la familia no esté reunida y el retorno a la patria sea una incógnita.

—Allá queda un corazón roto. Nosotros luchamos por tener cosas, pero cuando nos vamos, no llevamos nada. Nos tocó eso, nos tocó esa vida. Pero los grandes responsables somos los mismos venezolanos, de haber elegido mal. Venezuela ha sido un país muy bendecido por Dios, con muchas riquezas. Ahora todas las familias divididas, la gran mayoría. Yo tengo 56 años, salí de mi país con 54, cuando ya más de la mitad de mi vida había luchado. Hoy le digo a mi hijo mayor: “no nos aferremos a nada”. Aquí hemos comprado muchas cosas, vivimos en una casa bonita, alquilada, estamos bien. Pero nuestro corazón está en Venezuela, con nuestra gente. Mi nuera tiene a toda su familia allá. Tiene a su abuela, una persona de casi 80 años, que es su mamá de crianza. Ella no va a poder conocer a su nieta.


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