Del amor nace la comida josesana

En medio del Bosque Seco Chiquitano, a 266 kilómetros al este de Santa Cruz de la Sierra, San José de Chiquitos retuvo el tiempo entre sus calles. Su gastronomía vive un gran momento gracias al festival Posoka Gourmet, que busca revitalizar la identidad culinaria de su gente, esa que se viene transmitiendo desde tiempos ancestrales, para incentivar el turismo.


Rocío Lloret Céspedes

¿Cómo recuerdas tu niñez? La pregunta golpea como una ráfaga de viento y los ojos negros de Aidé Ortiz Bazán enrojecen. En ese momento, la mujer de 31 años vuelve a ser aquella niña que miraba a su madre en la cocina, mezclando ingredientes, fabricando sabores. Entonces mira hacia arriba y respira hondo para evitar que las lágrimas escapen.

— Mi niñez la recuerdo por los sabores de mi madre, responde.

Aida Bazán, la mamá de Aidé, es pequeña, de rostro redondo y cabellos blancos sostenidos por una pañoleta. Tiene 63 años y de muy joven aprendió a cocinar, y a hacer masas típicas del oriente boliviano, horneau, como se conocen en la región. Nacida en San Javier, una población famosa por sus quesos y su producción lechera, llegó a vivir a San José de Chiquitos hace años.

Aida Bazán aprendió a cocinar y elaborar horneado cuando era muy joven. Su hija Aidé heredó la sazón mientras la veía trabajar en un restaurante. Foto: © Rocío Lloret Céspedes

Como muchos de los habitantes de esta región, heredó los saberes culinarios de su madre. Así se convirtió en la jefa de cocina de un restaurante cuyos jefes “la adoraban” por su dedicación y el gusto que le ponía a cada platillo. Allí, entre ollas y cucharones creció Aidé, quien lleva en la sangre el oficio y la sazón de su mamá.

— Nosotros somos seis hermanos, pero mi hermanita menor y yo nos quedamos junto a mi madre. Ella nos crió bien humilde, con cuñapé, con yuca, con majau. Le encanta la cocina, ella siempre trabajó en la cocina, así la recuerdo yo.

Esta tarde de sábado de septiembre, cuando el termómetro supera los 38 grados, madre e hija se encargan de hornear chimas, pan de arroz y biscochos de maíz para el café de la siesta, una tradición oriental en la que se degusta la repostería de la región, acompañada por la aromática bebida caliente. La elaboración, sin embargo, comienza un día antes, porque cada horneau requiere una preparación especial. En el caso del pan de arroz hay que dejar fermentar la masa antes de poner pequeñas porciones en hojas de plátano.

Juanita Tomichá sabe mucho de esto último. De estatura mediana y rostro moreno, basta mirarla para que regale una sonrisa. Como pocas, ella todavía elabora esta delicia de la repostería con una minuciosidad que incluye “pilar” el arroz o quitarle su cáscara personalmente, para luego molerlo en un tacú o mortero de madera, antes de usarlo como el ingrediente principal, que será mezclado con queso y manteca. El secreto de su sazón —dice— está en santiguar el preparado previo al horneado.

En una postal de correo del Posoka (visitante en bésiro) Gourmet, un festival que busca recuperar la identidad de la gastronomía chiquitana, Juanita cuenta que aprendió todo esto solo mirando a su mamá. Inicialmente lo hacía para su familia y después, para mantener a sus cuatro hijos, a quienes también transmitió sus conocimientos culinarios.

San José de Chiquitos es un pueblo tranquilo, con muchas calles de arena y otras de adoquines. Las casitas tienen el techo alto y el piso de cemento, para aislar el sofocante calor que hace durante gran parte del año. En los zaguanes hay equipos de música que se ven desde afuera, porque las puertas de acceso están abiertas sin que nadie tema que le roben algo. En los patios, donde casi siempre hay gallinas, gallos y patos, todavía se ve los hornos de barro, pequeñas estructuras en forma de iglúes, en los que hombres y mujeres cocinan sus masas cada tarde, bajo el sol abrasador que brilla sin clemencia.

Las churapas se reúnen para preparar la patasca, que debe estar lista al amanecer. Es toda una ceremonia culinaria.     Foto: © Rocío Lloret Céspedes

Don Germán Poquiví, un josesano que en su juventud trabajó como albañil y agricultor, cuenta que su pueblo creció bastante con la construcción de la carretera Bioceánica. El asfalto trajo el progreso, pero la cultura y las tradiciones no cambiaron en esencia.  Fue como si el tiempo hubiese quedado retenido en el espacio y basta cerrar los ojos para recordar el paso del tren por la estación, cuando pasajeros hambrientos y con sed, esperaban con ansias que la serpenteante máquina pare en San José para degustar un majau con una limonada fría o una chicha de maíz.

La danza de los abuelos también forma parte del alma de este pueblo. Un grupo de varones de toda edad se mueve al son de la tamborita con los rostros cubiertos. Foto: © Steffen Reichle

“Aquí nació el locro y el majau”, dice la investigadora Susana Hurtado quien hace dos años emprendió la tarea de indagar los orígenes de la comida chiquitana. Gracias a ello se logró una ley municipal para declarar patrimonio cultural y gastronómico a dichos platillos.

“La comida josesana se mantiene casi pura, básicamente en su estado original. Actualmente hay 14 tipos de locro en razón a la carne, pero 19 en razón de los ingredientes que lo acompañan. Por eso, lo más importante en este momento es mantener el registro histórico de las comidas, para evitar que cambien de nombre. Por ejemplo, hoy en día ya no se dice asadito, sino hamburguesa y eso no puede ser. San José va a ser el primer
municipio del país que tenga toda esa información en una nube (un espacio en internet para almacenar datos)”, asegura la historiadora.

El trabajo forma parte de todo un proyecto para incentivar un turismo gastronómico comprometido con la región y la formación de chefs que miren a los ingredientes típicos para revitalizar la comida boliviana. “Se trata de mirarnos a nosotros mismos”, explica el chef peruano Andrés Ugaz, considerado uno de los mejores panaderos de su país y coordinador de Mistura, la feria gastronómica internacional de Lima. “En Bolivia hay una
cocina viva, que combina generaciones, que es una ceremonia”, asegura.

En el afán de registrar y revalorizar la comida chiquitana, en la población hay una escuela gastronómica en la que las nuevas
generaciones aprenden de manera más técnica. Foto: © Steffen Reichle

Para él, como para los visitantes nacionales y extranjeros del Posoka Gourmet, es un deleite ver el ritual en el que se convierte la preparación de ciertas comidas como la patasca, un caldo que se prepara con cabeza de chancho o de res y que lleva maíz pelado
o mote.

Aunque parece sencillo, se debe permanecer toda la noche batiendo la sopa en unas ollas de gran tamaño, para que los ingredientes no se peguen. Estefanía Masaí cuenta que la
preparación comienza por la tarde y ya al anochecer se prende la leña. En esta ocasión, un grupo de churapas o mujeres de tercera edad, acompañadas de hombres se encargan de la
cocina y al amanecer tienen listo el manjar al que se espolvorea cebollita verde y se sirve con yuca. Una josesana, que prefiere no darsu nombre, explica que mientras se vela que todo salga bien, los patasqueros charlan, toman algún traguito con alcohol e incluso suelen bailar. Al ser un platillo tan moroso únicamente se hace en ocasiones especiales o fiestas.

En el festival Posoka Gourmet también hubo variedad de carnes, como el pescado a la parrilla, que tuvo muy buena acogida entre los comensales. Foto: © Steffen Reichle

“Cuando degusté tu plato, te imaginé a vos de chiquita comiéndolo”, le dijo el chef francés Christophe Krywonis a Elba Rodríguez, la entonces estudiante de enfermería que preparó una sopa de maní para el ‘MasterChef’, un exitoso reality de la televisión argentina, en junio de 2014. Hasta ese año, ella nunca había estado en la tierra de sus padres, Bolivia, y según contó, únicamente se sentía ligada a su familia por los sabores que su madre le había hecho conocer. “De cierta manera así me transmite su cultura”, respondió la joven de 23 años ante la pregunta “¿Qué se siente cocinar un plato que siempre te ha cocinado otra persona?”.

La comida tiene el poder de transportar al comensal en el tiempo y el espacio. Ponerse un bocado a la boca va más allá de solo saciar el hambre, es más bien una forma de recibir cariño o halagar a alguien cuando se le invita a compartir en una mesa. Y eso lo saben bien las mujeres y hombres chiquitanos que, de generación en generación, heredaron la riqueza
culinaria de sus antepasados. Quizá por eso el sabor es diferente, no es ese platillo industrial pensado como un negocio, sino el mismo que una madre les da a sus hijos o, por qué no, un padre. “Yo decidí salir a vender mi comida, la misma que hacía en mi casa, por la pobreza”, cuenta Luis Felipe Pari.

Conocido como “Pitágoras”, por su habilidad en las matemáticas y su forma de expresarse como un filósofo, Luis Felipe es considerado un personaje josesano. Su majau batido de pato, rapi y keperí, se acaban rápidamente ni bien llega a su quiosco, situado en una avenida de ingreso al pueblo.

Con el tiempo y la experiencia, este hombre de cabellos negros y bigote ralo aprendió por ejemplo que la carne de segunda, considerada más dura, es la más sabrosa porque es
la parte de la vaca que más músculo tiene. Hasta hace algunos años, él todavía empezaba a “parar la olla” a las nueve de la mañana, porque necesitaba que las piezas ablanden en el fogón a leña, ahora lo hace a las 11.00, porque ya adquirió total destreza.

Hoy se siente cansado y se ha fijado el 20 de septiembre como fecha de su retiro. A partir de entonces, sus hijas —Gabriela y María Daniela— se harán cargo de la venta de comida. Ambas dejaron de lado el violín y el violonchelo, instrumentos que aprendieron a tocar, para heredar el pequeño negocio de la familia, ese que “Pitágoras” levantó de a poco cuando supo que debía mantener a su esposa y sus tres hijos, el mayor de ellos
actualmente médico. “Cuando iba a abrir (el local) fui a preguntar cuánto costaban las sillas y me dieron un precio tan alto, que dije: ‘bah, por qué no las hago yo’”. Y las hizo todas, con la misma paciencia con que cada día desde la madrugada se levantaba para picar ingredientes y cocerlos a fuego lento. Ya sin presión, Pari se dedicará a la artesanía en madera, en la casita que construyó con esfuerzo. Casi a la par se prevé que se estrene un documental que se empezó a rodar hace siete años y que cuenta su vida, desde que era un niño.

“Yo estoy seguro que el 80 porciento de la gente vive como yo. Nadie me daba un comino, pero (cocinar) es mi medio de vida, ahora voy a volver al taller (de carpintería) para relajarme y mirar lo que hice (toda mi vida) en el documental. Trabajé desde las cuatro de la mañana durante años y ahora quiero descansar. Estoy seguro que mucha gente lo va a ver y va a decir, yo hago lo mismo”.

La esperanza de que no se pierda la sazón de “Pitágoras” está en sus hijas. Ya ellas están muy metidas en el negocio y aprendieron de su padre los secretos de la gastronomía chiquitana. En un futuro él las ve convertidas en pequeñas empresarias, confiado en que su juventud les dará las herramientas para innovar en diferentes aspectos.

Y es que una parte de la nueva generación de chiquitanos ya no solo quiere heredar saberes, sino que busca aportar a su cultura, con la recuperación de ingredientes típicos para la creación de nuevos platos. La menor de los nueve hijos de Magdalena Salvatierra Parada, por ejemplo, está por cumplir 18 años y pronto terminará el colegio. Su deseo es estudiar gastronomía, pero prefiere hacerlo en la capital cruceña. “Me quiere llevar
con ella, pero yo no dejo San José por nada”, ríe su madre, quien nació en San Ignacio de Velasco pero llegó a vivir a este sitio hace muchos años.

Su locro o caldo de gallina criolla fue elegido como uno de los mejores en un concurso que se hizo para seleccionar a quienes formarían parte de las postales del Posoka Gourmet. Esta ignaciana tiene un puesto de venta en el mercado y hasta allí llega con sus ollas para vender cada plato en 12 bolivianos, “bien servido, con su pierna y contrapierna, su yuca, y su llajua”.

Magdalena Salvatierra vende locro en el mercado popular de San José. Su hijo Edwin dice que es el caldo más rico que hay, porque está hecho con amor. Foto: © Rocío Lloret Céspedes

En su caso, se da el trabajo de matar al ave, pelarla y cocerla a fuego lento con los otros ingredientes, de manera que el sabor sea un deleite para el paladar. Aunque ahora compra
el arroz popular, recuerda que de niña su abuela utilizaba el recién “pilado” para hacer la sopa. “Cuando era chica y sacaba malas notas, abuelita me llevaba al campo y me ponía una lata de manteca llena de arroz para ‘despiojar’ (sacar la cáscara) y ahí me pasaba yo varias horas, venteando y seleccionando los granos que se iban a usar pa’l locro”.

Esa rigidez de las mujeres de antaño que describe Magdalena ahora solo se conoce por relatos. “Ayyyyyy, usté viera cómo era eso antes. Los abuelos, qué se iban a sacar la máscara, uno de ellos podía ser su marido y usté ni siquiera se daba cuenta”, evoca Juanita Pinto, refiriéndose a la típica danza chiquitana que se interpreta en fiestas patronales. En ella, decenas de hombres, jóvenes y niños bailan al compás del tambor, con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco y el rostro tapado con una pesada máscara que, según algunos lugareños, representa una forma de burla hacia el hombre blanco que llegó a esta zona.

Chicha de maíz. Foto: © Rocío Lloret Céspedes

Juanita y Dolores Masaví son churapas y consideradas entre las mejores elaboradoras de chicha de maíz de la región. De edad avanzada, ambas se hicieron amigas de niñas y se convirtieron en comadres, con el paso del tiempo. “Mi mamá, mi papá no compraban maíz, teníamos chaco. De ellos aprendí a elaborar la chicha en tiestos de barro, pero la más caduca era mi abuela, endulzaba con caldo de caña, no usaba canela ni clavo de olor, y la chicha se guardaba en tiestos de barro. Harto se hacía pa’ los cumpleaños, las fiestas e incluso los velorios, donde a las cuatro de la mañana había alegría y tristeza al mismo tiempo”, recuerda Dolores.

Esos cántaros no los tocaba nadie hasta el momento de la celebración y para que nadie rompa las normas, para la víspera se hacía el metaí (otro preparado de maíz). Ahora los nietos de estas mujeres son los que heredaron sus saberes, por eso Juanita dice que no se guarda ningún secreto, para que mañana sean ellos los que transmitan su riqueza cultural.

Estas churapas instalaron un puesto para hacer degustar su preparado en la feria de comidas de la plaza principal de San José. A su lado está el de Magdalena, cuyo hijo –Edwin- llega para visitar a su madre. Antes de que se marche, lanzo una vez más la pregunta que rato antes puso nostálgica a Aidé Ortiz Bazán. ¿Cómo recuerdas tu niñez? En ese momento el muchacho de 20 años sonríe y sin pensar responde: “Con la comida de mi mamá, lo que ella me dé me hace feliz”.