Texto y Fotos: Gemma Candela
“De todito el mundo / vienen a la La Higuera / donde fusilaron / al gran Che Guevara. / Los que lo mataron / ni lo soñarían / que el Che Guevara / resucitaría”. Así empezaba la copla que el 9 de octubre de 1987 cantaron estudiantes de Vallegrande, para rememorar los 20 años de su asesinato. En diciembre del año pasado, poco después de los 49º aniversario, una amiga me convenció para ir más allá de este pueblo, donde habíamos ido varias veces, y llegar hasta donde lo mataron, La Higuera. Me habían dicho que quedaba demasiado lejos y que el transporte público no llegaba hasta allí, y el tránsito de vehículos sigue siendo escaso.
Por suerte, mi amiga tenía un gran contacto: el que fuera presidente de la Fundación Che Guevara. Así que nos fuimos a visitar aquel apartado rincón de Bolivia donde el guerrillero quizá más famoso de la historia, el “animal de galaxia”, como lo llama Silvio Rodríguez, vivió sus últimas horas; a hacer nuestra Ruta del Che, un camino que en octubre próximo, según las previsiones, recorrerán muchos seguidores para conmemorar los 50 años del asesinato del héroe a manos de militares bolivianos. Ha pasado medio siglo pero la presencia del argentino-cubano sigue viva en la zona gracias a los recuerdos y anécdotas que cuentan quienes lo vieron, aunque fuera un instante, vivo o muerto.
Cuenta la leyenda que guaraníes y quechuas guerreaban constantemente en los valles y no hubo otra forma de terminar con los persistentes conflictos que pactar un matrimonio entre miembros de ambos pueblos, fruto del cual nació una mujer. Poco después llegaron los colonizadores españoles; con uno de ellos la quechua-guaraní tuvo al que, dicen, fue el primer vallegrandino. La ciudad de Jesús y Montesclaros de los Caballeros de Vallegrande fue fundada en 1612, según la fecha oficial aunque el guía local Leonardo Lino aventura que fue en 1615, en un lugar clave del camino entre San Lorenzo el Real (la antigua Santa Cruz, antes de ser trasladada a los llanos de Grigotá) y La Plata (Sucre). Estar en tan importante
ruta hizo grande a esta ciudad desde un principio. Hasta ella llegaron atraídos por su economía mozárabes, judíos sefardíes y, más tarde, árabes.
La cultura se engrandece con el mestizaje y, fruto de tanta mezcla, tomó forma la vallegrandina, que suena a las coplas que entona casi cualquier vecino mientras toca la guitarra y va inventado versos picarones sobre vos al segundo minuto de haberte conocido; que sabe a chancho cocinado de diferentes formas y a maíz, mucho maíz; y que está regada con rimpollo y licores de frutas que crecen en los alrededores.
Durante muchas décadas la actividad económica siguió su buen rumbo. Fue tan importante esta ciudad que aviones de la aerolínea Panagra (Pan-American Grace Airways) y del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB) aterrizaban en su aeropuerto, el mismo que ya sin aeronaves apareció en medios de todo el mundo en julio de 1997. Pero, antes de eso, hubo un punto de inflexión y cambió la buena suerte de la población: en 1954 se inauguró la carretera entre Santa Cruz y Cochabamba, que queda a 50 km de Vallegrande. La apertura del nuevo camino fue un jaque para la ciudad más importante de los valles (con la posterior apertura de la vía a través del Chapare, la de los valles ha pasado a ser la antigua carretera).
Las casas de ladrillos de barro y tejados inclinados de tejas de cerámica fueron quedando sin habitantes; solo volvían a rebosar vida para el Carnaval, cuando retornaban los emigrantes. “Me llamó la atención al llegar aquí que el campesino trabajaba el campo con traje: pantalón, chaqueta y sombrero negros, y camisa que alguna vez fue blanca”, cuenta un vecino que nació en Alemania, Anastasio Kohmann. Llegó hace casi cuatro décadas, cuando los pocos vallegrandinos que quedaban mantenían sus tradiciones, como la de ir a trabajar bien arreglados y la de, en el caso de las mujeres, ponerse la mantilla para ir a misa.
Hacía diez años que el cadáver del Che Guevara había sido expuesto en la lavandería del Hospital Nuestro Señor de Malta, y entonces solo los simpatizantes del médico argentino-cubano tenían su foto en casa, junto a la imagen de Cristo. En 1978 se realizó el primer homenaje al guerrillero, según el vallegrandino alemán: lo hicieron unos médicos bolivianos que plantaron árboles e hicieron un empedrado ante la lavandería del hospital local, donde se exhibió el cuerpo sin vida de Guevara. “Había 100 metros de cola alrededor de la lavandería”, cuenta el guía Leo, reproduciendo el recuerdo que ha heredado de su padre.
Entonces, las paredes del sencillo cuarto de tres paredes en el que se lavaba la ropa de los enfermos estaban pintadas de un azul fuerte. Con los años se ha ido convirtiendo en celeste, aunque sólo puede apreciarse en los escasos espacios que han quedado sin cubrir con las firmas y frases de quienes visitaron este sitio y quisieron dejar constancia de su paso. Tanto este espacio como la morgue del hospital son los originales de los sesenta, señala Anastasio, y añade: “Hasta el 30 aniversario (de la muerte del Che) se entraba libremente a la lavandería. Cada mañana amanecía con flores frescas”.
En los albores de la década de los ochenta, cuando Bolivia seguía sufriendo sucesivos golpes militares, en Vallegrande decidieron proteger el mítico lugar: lo llenaron con chala para ocultarlo y evitar su posible destrucción. Y es que la figura del guerrillero, en esa convulsa época, ya no era adorada solo en los altares caseros. El mito estaba trascendiendo el
ámbito privado.
Y en La Higuera, también. Hasta allí se fueron un grupo de estudiantes cochabambinos, cuenta Anastasio, que colocaron el primer busto de Ernesto dos décadas después de su muerte. “No duró ni tres semanas”, puntualiza el alemán, que ha presidido la Fundación Che Guevara. Los militares echaron abajo el monumento. La lavandería, hoy resguardada con una valla, y la morgue son parte del city tour vallegrandino, explica Leo.
La siguiente parada es la Fosa de los Guerrilleros, donde descansan doce cuerpos que fueron exhumados entre 1998 y 1999, después de estar treinta años en cuatro fosas comunes. Las lápidas que los recuerdan tienen escritos, entre otros, los nombres de Tania (la argentina Haide Tamara Bunke) y el de uno de los hermanos Peredo, de Bolivia: Roberto Coco.
Cerca está el Mausoleo, que también es parte de la visita, llena de fotografías del homenajeado y con siete lápidas en el centro: una de ellas es la de Ernesto Guevara de la Serna. El memorial se levanta sobre el antiguo aeródromo donde aterrizaban los aviones del LAB y Panagra, y a donde acudieron periodistas de todas partes cuando se anunció que se había encontrado el cadáver del guerrillero en 1997 (no entraré a hablar sobre si el cuerpo era o no el verdadero; sólo comentaré que en el pueblo hay quienes siguen diciendo que no lo era).
Junto al Mausoleo se erige el Centro Cultural Ernesto Che Guevara, inaugurado en octubre del 2016 por el presidente Evo Morales. Tiene un auditorio para 120 personas, museo con fotografías, una réplica de la lavandería, una biblioteca y, también, tienda de artesanías. Fue suerte, o quizás dejadez, lo que mantuvo la lavandería hasta hoy. En la morgue se hizo el primer informe, que fue muerte en combate, pero las heridas eran demasiado obvias y echaban por el suelo la hipótesis, que duró solo unas horas. Barrientos lo reconoció.
Anastasio nos lleva en coche por el pueblo. “¿Te has fijado, Gemma, en esa mujer que ha cruzado la calle, ésa que va vestida en color crema? Es una de las mujeres que dio los últimos favores al Che: le sirvió un bistec vallegrandino, su última comida”, me dice Anastasio, aunque discutimos sobre la versión más aceptada, que dice que lo último que comió el guerrillero fue una sopa de maní. “Mañana vamos a La Higuera, allí comeremos bistec”, anuncia.
La estrecha carretera hacia La Higuera serpentea los cerros y llega hasta los 3.000 msnm en su punto más alto, desde donde se pueden contemplar los ríos Grande y Mizque y cerros de los departamentos de Potosí, Chuquisaca y Cochabamba. Por el camino hay operarios que colocan la señalización de la ruta del Che, a los 49 años de su muerte. En la parte más plana del trayecto, de tres horas, pasamos por un pueblo abandonado y por un cerro al que llaman “La boina del Che”. Unos minutos después de atravesar Pucará, poco antes de llegar a La Higuera, Anastasio detiene el coche. Enfilamos un camino entre la vegetación, bordeado a la derecha por un muro de poca altura. “Por ahí abajo salieron algunos guerrilleros; aquí estaban apostados los militares, que abrieron fuego”, relata señalando la posición de unos y otros en aquella emboscada. Roberto Peredo (Coco), Mario Gutiérrez (Julio) y Manuel Hernández Osorio (Miguel) murieron; corrían los últimos días septiembre de 1967.
INFORMACIÓN
– Costo aproximado del City Tour: Entre 30 y 40 bolivianos.
– Se visitan cinco lugares: cuatro del Che (Lavandería, la Fosa de Tania, Centro Cultural Ernesto Che Guevara y el Mausoleo) y el Museo Arqueológico.
– Duración: A pie, el city tour dura entre dos y tres horas. En coche (se paga aparte el taxi), una hora y media o dos horas.
– Cómo llegar: Para llegar a Vallegrande en transporte público desde Santa Cruz, se puede optar por móviles expresos, buses o minibuses que tienen su parada en la Plazuela Oruro (tercer anillo y avenida Grigotá).
Entonces Inma Rosado tenía 20 años y en su pueblo, La Higuera, vivían 50 familias; hoy son 30 menos. “Teníamos miedo, no íbamos ni a por agua”, recuerda esta mujer, que hoy regenta una pequeña tienda de abarrotes “Almacén la Estrella”, que también hace las veces de restaurante. Nadie bajaba al río, los militares habían comunicado que los guerrilleros violaban a las mujeres, se llevaban a los niños y robaban las vaca. Era el propio ejército el que abastecía a la población con dos baldes de agua por día y familia: “Las wawas lloraban de hambre y sed”, asegura.
Hasta que un día un agricultor bajó a la zona de la Quebrada del Churo y descubrió a los guerrilleros. Después de capturar al Che lo encerraron en la escuela, que ha sufrido varios cambios durante estas cinco décadas y que ahora es un pequeño museo. La llave de la única puerta de acceso es comunal y cada mes se encarga de ella una persona diferente, a la que hay que encontrar. En la oscuridad de su interior, entre los recuerdos que han dejado los viajeros, una intenta imaginarse cómo fueron las últimas horas del Che, encerrado allí el 8 de octubre de 1967 y al que el sargento Mario Terán, cumpliendo órdenes, mató al día siguiente.
Tiempo después de matar al Che, recuerda Inma, vino el Presidente, René Barrientos, y entregó un bolsón de plata al corregidor. El pueblo clamaba una carretera en condiciones: “Entonces se tardaba dos o tres días en llegar a Vallegrande”, afirma la mujer. El mandatario les dijo que si no podían hacer el camino con máquinas, que lo hicieran a mano. Y lo abrieron los propios vecinos a base de piquete y tragos de chicha durante los fines de semana.
Cristian y Nanu es una pareja que regenta Los Amigos, uno de los pocos alojamientos que hay en La Higuera. Llegaron de Francia hace ocho años; no había luz eléctrica. Aún hoy, son muchas las noches en las que tienen que poner en marcha su generador, pues solo disponen de 140 W, aseguran. “Cambio diez focos al año por los bajones”, asegura él. Inma nos sirve tres platos de bistec vallegrandino: papas fritas cortadas en láminas, huevo frito y ensalada, y ni rastro de carne. Algo debe tener que ver en todo esto el humor de las gentes de Vallegrande. Mientras comemos nos muestra unas postales que vende y que tienen su historia. “Cinco años después del asesinato del guerrillero llegó un hombre desde La Paz”, cuenta. Le entregó un sobre con un recorte de periódico en el que salía ella entrevistada por un periodista de algún país del norte de Europa en 1967, algunas fotos y postales con la imagen del héroe. Le aconsejó que escondiera todo aquello y que más adelante le serviría. “Durante años lo guardé entre mi ropa”. Relata la anécdota mientras trata de vendernos
reproducciones de aquellas imágenes que recibió y que son parte de su fuente de ingresos, y mientras nos terminamos la comida.
Dejamos las escasas calles de La Higuera, una empedradas, otras de tierra, y el famoso busto del Che, para volver a Vallegrande, donde hace años que nadie oculta su admiración por Ernesto. Es rara la casa, restaurante o alojamiento que no luce al menos una fotografía suya; incluso se ve su rostro pintado sobre fachadas, micros y hasta en el interior de un taller mecánico; su apodo ha dado nombre a una sastrería.
Casi todo el mundo cuenta alguna anécdota sobre aquel octubre de 1967, cuando el cadáver fue llevado hasta Vallegrande, y es considerado una especie de ser milagroso, en parte por su melena al estilo de la que muestran las representaciones de Cristo; en parte, también, porque era médico. “Hace poco una enfermera le recomendó a un hombre que tenía la parte izquierda del cuerpo paralizada que le prendiera una vela al ‘Doctor Ernesto’”, cuenta Anastasio.
“Sus grandes ideales / siguen pues presentes / recorrieron montes / también continentes. / Ernesto Guevara ha resucitado, / seguirá luchando / por los explotados. / Su imagen gloriosa / está pues presente / en el corazón / de toda la gente. / La ruta del Che tenemos que andar, / luchando con fuerza / vamos a triunfar”. Y la copla, como el mito, continúa.
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