Chiquitanas rescatan frutos silvestres y se convierten en microempresarias

Extraen aceites medicinales de cusi y copaibo para envasarlos e industrializarlos. Gracias a nuevas técnicas no requieren derribar los árboles, así logran preservarlos. En el caso del copaibo, la iniciativa resurge después de que en 2011 una pequeña industria, que ya funcionaba en esta región del oriente boliviano, se viera frenada por los asentamientos humanos que autorizó el Gobierno Nacional.

Participan en ferias para promover sus productos. Foto: Nelson Pacheco
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Rocío Lloret Céspedes

A gustina Aponte tiene el cabello largo como una cascada color ébano que cae sobre su espalda. Ya entrada en años, casi siempre lo lleva amarrado como un ovillo, para que no le incomode en su faena diaria: atender a sus hijos, prepararles la comida, labrar la tierra para cosechar sus alimentos, recoger cusi para extraer el aceite y atender las necesidades de la Asociación de Mujeres de Palmarito de la Frontera, una comunidad distante a 75 kilómetros de Concepción, en el noroeste de Santa Cruz de la Sierra.

Agustina –tez morena, pequeña estatura- quedó viuda siendo joven. Sola, con la fuerza que sale de un corazón que ama, asumió el rol de padre y madre de cinco hijas y un niño que hoy tiene 11 años, lo hizo sin temor a que el físico no le respondiera en algún momento. Quizá por eso, en 2010 cuando le hablaron de emprender un negocio propio, aprovechando el cusi, que para ella era un simple fruto silvestre, decidió apostar por algo que para las otras mujeres de su comunidad era algo incierto y poco confiable.

Aquello fue como una respuesta a su deseo de obtener un empleo, porque en las zonas rurales de este lado de Bolivia los varones trabajan en estancias privadas, atendiendo el ganado y la agricultura, pero las mujeres no tienen oportunidades, salvo cuando alguna vez las contratan para cocinar o elaborar masas típicas en acontecimientos sociales de los dueños de esas propiedades.

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Agustina muestra orgullosa sus productos.

Hoy, casi diez años después, Agustina dirige la Asociación de Palmarito de la Frontera y junto a otras 11 compañeras trabajan con cusi, el fruto de una palmera que abunda en esta zona, y que es muy bueno para tener una cabellera fuerte, negra y sana como la suya.

Con el apoyo de la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC), todas ellas aprendieron a recoger el producto, partirlo, llevarlo a un molino pequeño y luego a una prensa para extraer el aceite en frío, sin tener que cocinarlo. Luego lo limpian y entregan, para que alguien más se encargue de envasarlo directamente o convertirlo en champú o crema de enjuague, técnicas que también conocieron gracias a talleres de capacitación.

Hasta hace unos años, tenían que esperar que la Asociación venda los productos para cobrar. Ahora, cada una sabe que entrega su aceite y recibe su dinero. Por eso aprovechan muy bien su tiempo libre para dedicarlo al negocio. Ya tienen envases, etiquetas y un mercado seguro, porque aun cuando hay productos similares a menor precio, la gente prefiere pagar más porque conoce su calidad.

Sin vuelta atrás

Los niños también aprenden el oficio.

“Ellas han aprendido a producir algo de buena calidad, en pequeña escala, que no las va a hacer ricas, ni va a cubrirles todas sus necesidades, pero que les va a permitir escalar. Ya de ahí se abren otros desafíos”, dice Javier Coímbra, naturalista y coordinador del Programa de Aprovechamiento de Recursos Silvestres de la FCBC.

Agustina recibe los pedidos por teléfono, pide que le hagan un depósito en una cuenta y, de acuerdo a la cantidad, realiza el envío a distintos puntos del país e incluso al extranjero.

Este logro ha permitido que en otras comunidades, también del municipio de Concepción, se siga el ejemplo. Santa Mónica y Valentina ya tienen sus asociaciones femeninas que empezaron la producción.

La ventaja, aunque parezca irónico, es que mientras más se deforesta el cusi más frutos esparce. De hecho, en San Ignacio de Velasco, a 285 kilómetros de la capital cruceña, hay familias que están aprovechando los almácigos que brotan de esas semillas, para obtener palmitos, que están en etapa de prueba para ser comercializados.

“Donde hay cusi en el suelo (por la deforestación), hay millones de frutas y esa fruta mantiene su capacidad de germinación durante varios años. Entonces, tumban el monte, siembran, y dos o tres años después, sigue saliendo cusi. En esa primera etapa de desarrollo, cuando recién está saliendo el tallo, hay un hermoso palmito. A través de un manejo de esa regeneración que existe, en Alto Paraguá y San Ignacio de Velasco, hay unas diez mil hectáreas en esas condiciones, pero no es en el bosque, sino donde ya se desmontó”, explica Coímbra.

El planteamiento es que, sin necesidad de ampliar más la frontera agrícola, se pueda producir alimentos.

Nace otro negocio

La esperanza y orgullo se siente en las mujeres cuando muestran sus productos.

En Santa Mónica, una pequeña comunidad de la TCO (Tierra Comunitaria de Origen) Monte Verde, hasta antes de enero de 2015, la vida de ocho mujeres transcurría entre atender a sus esposos e hijos, preparar los alimentos, trabajar en su chaco para tener yuca, plátano y maíz, y volver a casa a tiempo para repetir el trabajo de la mañana: cocinar, lavar, encargarse de su hogar.

Cuando ellas se iban al campo para labrar su tierra, dejaban a sus niños solos (entre seis y siete por familia) en sus viviendas de techo de palmas, ya que sus maridos también se iban a laborar en haciendas particulares, lo cual las angustiaba.

Aunque ya conocían las bondades del aceite de copaibo (antiinflamatorio, antimicótico y antireumático), gracias a los saberes de sus ancestros, no sabían aprovechar la gran cantidad de árboles que hay en su territorio.

Gracias a talleres de capacitación y herramientas, hoy estas señoras no solo han empezado a hacer jaboncillos y cápsulas, sino que se sienten fortalecidas porque apoyan económicamente en su hogar, y han logrado que sus esposos las ayuden en la perforación de los troncos, así como en partir el cusi, porque también extraen el aceite de este fruto. “Todo esto nos ha beneficiado en muchas cosas: primero para llevar la economía al hogar, y luego porque ya no trabajamos bajo el sol, sino bajo techo. Descansamos más y estamos en la casa, con nuestros hijos”, cuenta Silvia Pasarabe, secretaria de la Asociación que se formó con estas ocho mujeres.

El negocio del copaibo no es nuevo en la zona. En 2011 ya había una pequeña industria que beneficiaba a Concepción y a Roboré, las misma que se frenó en seco por los asentamientos que autorizó el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA).

“Había una asociación de recolectores (en Concepción), con gente del lugar. Ellos entregaban el aceite a la Asociación de Medicina Natural de Santiago de Chiquitos (Roboré) y ellas elaboraban las pomadas de copaibo: su producto estrella. También había un distribuidor en Santa Cruz, pero llegaron los colonos y dijeron: nosotros no sabemos de copaibo, eso es un mito. Entonces falló el copaibo, falló la pomada, el distribuidor chau y cayó el negocio”, dice Javier Coímbra de la FCBC.

Así extraen la savia del copaibo.

Sofía Frías, miembro de la citada Asociación santiagueña, confirmó lo sucedido a La Región. Recordó que entre 2011 y 2012 tenían el copaibo a su disposición, pero de a poco aquellos lugares donde estaban los árboles empezaron a tener dueños. “Como son gente de otros lugares del país, no saben de qué se trata y no nos permiten ni entrar. Por eso bajó mucho la producción del copaibo, que ahora nos vende gente que está más lejos, a la que le enseñamos a extraer para que nos traiga”, cuenta.

En países como Chile y Perú, esta resina es muy apreciada debido a sus cualidades medicinales. Estudios “experimentales comparativos” realizados por universidades de esos países dan cuenta que se trata de un gran analgésico y antiinflamatorio, entre otras cualidades de aplicación cutánea.

Por eso, en mayo de 2011 el municipio de Concepción, capital de la provincia Ñuflo de Chávez, declaró Reserva del patrimonio Natural y Cultural de Copaibo a más de 347 mil hectáreas de su territorio, en cuyo interior hay cientos de estos árboles. Desde un principio, sin embargo, el tema de los asentamientos fue un problema que ensombreció las buenas intenciones.

Para emitir la ordenanza se tuvo que llegar a un acuerdo con colonos provenientes de la zona occidental del país. A cambio de que salieran, se los reubicó en la parte sur, fuera del área protegida.

La idea era que tanto ellos como la gente originaria aprovecharan las oportunidades que se generan gracias a esta especie. Incluso, según notas de prensa de la época, en agosto de 2013 funcionarios de la Gobernación de Santa Cruz se reunieron con los dirigentes de los asentados para informar sobre un proyecto de manejo sostenible. Pero ningún argumento fue suficiente.

“Del total de la reserva, hay unas 20 mil hectáreas que tienen copaibo (no todos los árboles dan aceite, pero todos son maderables) y están en el extremo sur. Allí se enumeró 500 individuos, que lastimosamente no se están aprovechando, ya que esa zona fue entregada por el INRA a los colonos, que no tienen interés por hacerlo, porque lo que ellos quieren es meter tractor, y sembrar sésamo, maní”, dice Coímbra.

En 2015, en el punto más álgido del conflicto, los recién llegados bloquearon la carretera que conecta con Brasil para exigir la derogación de la declaratoria de reserva, pero no lo consiguieron. Empero, se continuó entregando títulos.

Rosa Guasase, presidenta de la Asociación de Santa Mónica, cuenta que un litro de copaibo se puede obtener hasta en un mes o más tiempo, de ahí que su costo es alto (un frasquito de 15 ml, cuesta Bs 10 en esta comunidad). Al ser viscoso, hay que tener la paciencia de un monje para esperar que se llene un envase. Además, se determinó que la resina no es vital para la vida del árbol y la sustancia se regenera, por lo que los lugareños ya no lo derriban para obtenerla, como sucedía por desconocimiento. La especie también es maderable, se puede usar en carpintería.

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Una esperanza para los bosques

Gracias al aprovechamiento de frutos silvestres que siempre estuvieron ahí, pero de los que se desconocía sus ventajas, muchas mujeres de comunidades chiquitanas han encontrado no solo la manera de lograr cierta independencia económica, sino que entendieron la importancia de preservar el bosque. Ahora son ellas las que lo cuidan y ven la manera de utilizar las palmas, por ejemplo, sin tener que dañar su propio entorno.

Muchas de ellas perdieron el miedo que había en un principio. “Los maridos les decían: ‘qué vas a hacer allá, no ganas nada’. Y, claro, no se ganaba nada, porque nos daban cursos, nos enseñaban. Por eso, comenzamos veinte y nos fuimos quedando menos, hasta llegar a las 12 que somos ahora”, recuerda Agustina.

Es un lunes de marzo en Palmarito de la Frontera, una población pequeña a la que se llega en vehículos de doble tracción por un estrecho camino de arena rodeado de monte. Está por caer la noche y esta mujer de cabello negro intenso acaba de llegar a su casa después de pasar gran parte del día trabajando en su chaco, bajo un sol tremendo. Cansada, luego de empujar su carretilla cargada de herramientas por varios kilómetros, antes de una charla, pide un momento para tomarse un baño. Lo merece, gracias al esfuerzo de todos estos años, su hija mayor es veterinaria. Aún tiene a las otras chicas y a su hijo a cargo, por lo que no ha bajado los brazos. Mañana le toca hacer guardia en la tranca de ingreso a la comunidad y como no es alguien que sepa de perder el tiempo, pide ayuda para que le lleven un costal lleno de frutos de cusis para partirlos con un hacha, mientras cumple su obligación vecinal.

“Yo siempre digo, quien obliga a sacar el aceite es la necesidad. Cuando empezamos no teníamos con qué comprarles (el aceite a las asociadas). Ahora tenemos, solo tienen que traer el aceite limpio. Nosotras lo fraccionamos y lo vendemos. Nos piden de Cochabamba, de La Paz y nosotras mandamos”.


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