Rocío Lloret Céspedes
En la casa de Reyna Cayú un hombre moreno, ya entrado en años y baja estatura alista su mula para partir a su chaco. Cerca de él, bajo un techo de palma tejida, hebras de hilo tensadas en un telar vertical aguardan a que su dueña las convierta en piezas para aplicar sobre ropa exclusiva. Reyna -la tejedora- no está. Pero como es habitual en Santo Corazón, una comunidad indígena del Área Natural de Manejo Integrado (ANMI) San Matías en Santa Cruz; siempre que alguien se asoma, le invitan a pasar, le ofrecen asiento y lo reciben como si fuera alguien a quien se conoce hace mucho, aunque sea un forastero.
A Santo Corazón -dice Pablo Macoñó (74), el esposo de Reyna- allá por 1979 se llegaba en bueyes desde Roboré. Era un viaje de tres a cuatro días por un camino de tierra estrecho, custodiado por árboles gigantes y selva virgen, como si de un túnel natural se tratara. Cuando llovía, aquello se convertía en un barrial profundo por el que solo era posible moverse con cuidado. Hoy la ruta es mejor, aunque el acceso principal sigue siendo difícil, en especial entre noviembre y abril, la época de lluvias. Entonces aún los vehículos con doble tracción se contornean de un lado a otro, como si bailaran en medio de una pista de lodo. A veces toca bajarse y cavar para sacar el motorizado de aquel embrollo. Otras, depende de la habilidad del conductor para sortear los tramos más duros.
“Por eso los alimentos acá llegan más caros”, cuenta Pablo mientras rellena las alforjas de su mula con matula o comida para su travesía al campo. Tampoco hay luz eléctrica todo el día, sino solo tres horas por la noche, y la señal de telefonía es tan débil, que hay que buscarla en ciertos puntos, al igual que la de internet. Las 180 familias que habitan la última misión jesuítica de la gran Chiquitania, fundada en 1763, cuentan con un microhospital, una ambulancia y ahora un sistema educativo de primaria y secundaria. Pero para salir a Roboré, el municipio más cercano pues ellos pertenecen a San Matías, deben esperar que alguien ingrese en un vehículo cuatro por cuatro.
En este lugar de calles de arena y calor sofocante, donde niños y niñas todavía juegan descalzos con aros de llantas viejas y no viven sumergidos en celulares, nació y creció Reinelda Cayú Lesoro o Reyna Cayú, como es conocida. Aquí tuvo diez hijos. Aquí aprendió a tejer en telar mirando a otras tejedoras. Aquí le pidió a su esposo que le construyera uno vertical a ella. Aquí empezó a tejer hamacas-alforjas-fajas. Aquí la conoció un fotógrafo cuando aun era un niño y se hizo su amigo. Aquí le trajo hilos y le dio indicaciones encargadas por un diseñador de modas. Aquí surgió Santo Corazón, una colección de prendas exclusivas para reivindicar el tejido chiquitano.
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Reyna llega a su casa y en su presencia se siente la majestuosidad que hace honor a su nombre. De respuestas rápidas y humor sutil, cuenta que cuando su amigo, el fotógrafo de naturaleza Alejandro De Los Ríos, le pidió que hiciera unas tiras de tejido de un metro y medio de largo por cuatro centímetros de ancho, no sabía bien en qué iba a utilizarlos.
Cumplida como es, entendió a cabalidad los requerimientos de Luis Daniel Ágreda, el diseñador cochabambino de alta moda boliviana. Era octubre del año pasado y debido a la pandemia, ni él ni ella podían contactarse directamente, así que todo se hizo mediante Alejandro. “Él iba y venía, llevaba los tejidos, me traía material, me pagaba y de aquí le enviaba a Santa Cruz”, cuenta la señora.
Mientras tanto en la capital oriental, de la creatividad de Ágreda surgían piezas únicas que conformarían la primera parte de una colección llamada Santo Corazón. Acostumbrado a hacer un trabajo de investigación previo a sus creaciones, con historiadores, museógrafos, las mismas culturas y autoridades de estas culturas; esta vez tuvo que recibir primero la materia prima y adaptarse a ella. “Y así también generar un poco de recursos para poder hacer el trabajo de campo, que ahora se verá en una segunda parte de la colección que, evidentemente, va a tener otras características, aunque va a mantener este trabajo colaborativo con las tejedoras”, explica Luis Daniel a La Región.
El trabajo de campo al que se refiere, se concretó hace poco más de un mes, cuando el creativo finalmente llegó a Santo Corazón para conocer a Reyna. Lo hizo acompañado del artista Eduardo Suárez; su padre, el fotógrafo Tony Suárez, y el productor Milton Sosa. El objetivo: elaborar un documental corto que muestre el lugar y a Reyna, para crear consciencia sobre los conocimientos ancestrales de culturas como la chiquitana, que se heredan de generación en generación y corren el riesgo de desaparecer.
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Todo esto surgió gracias a una paraba llamada “Chinto”.
Este guacamayo Jacinto (Anodorhynchus hyacinthinus) tenía las alas cortadas y se lo tuvo en recuperación casi un año en la estancia Santo Rosario, distante a 65 kilómetros al norte de Santo Corazón. Antes de liberarlo, Alejandro De Los Ríos, quien también trabaja en esta hacienda, le tomó una foto y dada la situación económica que dejó el coronavirus, contactó a Luis Daniel Ágreda para hacer una polera con la imagen del ave.
Durante la conversación sobre el tema, el diseñador le pidió fotos de guaraníes, porque tenía la intención de trabajar con tejidos de esa cultura de tierras bajas. “A raíz de eso le digo: conozco a una persona que se llama Reyna Cayú y es de Santo Corazón, la última misión jesuítica, es la última tejedora que hay en ese pueblo”, relata De Los Ríos.
Ya mucho antes él había intentado revalorizar ese arte. Al conocer a Reyna desde niño, siempre admiró su trabajo. Por eso ya adulto, quiso que sus piezas lleguen a Europa, a través de una franquicia catalana que paga el precio justo a los artesanos. Sin éxito, siempre supo que llegaría una oportunidad. Ahora se siente contento.
“Quiero que esto se haga más grande. La verdad, expectativas siempre tuve. Dios pone las cosas en su lugar, en el momento exacto. No sabía la verdad a quién mostrarle su trabajo, porque es arduo y el pago generalmente no es bueno. Pero ahora Reyna está contenta, porque Daniel ha hecho muy buenos precios. La idea es que la marca Santo Corazón se posicione, tiene mucho material para explotar como última misión jesuítica”, dice Alejandro.
Por lo pronto está por nacer la segunda parte de la colección. La visita de Luis Daniel Ágreda dejó a la artesana sorprendida e inspirada, al darse cuenta de cuántas cosas más se puede hacer en diseño con su obra.
“Y de eso se trata, de incentivar a los artesanos para que puedan aplicar lo que ellos tienen en otras cosas, pasarlas a productos de diseño, obviamente eso se hace con un trabajo colaborativo”, asegura el creativo.
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Reyna crió a sus diez hijos haciendo tejidos. Aunque algunas de las mujeres heredaron el saber, no lo practican más que cuando la visitan, solo una decidió ser modista. Nueve de ellos viven en Santa Cruz.
Con 60 años, ahora ve que se puede hacer mucho más que hamacas, alforjas y fajas con su arte. “Allá (en Santa Cruz) tengo a mi hija mayor que es modista. A ella le voy a enviar de eso, porque estoy haciendo traer más hilo, a ella le dije: ‘¿sabés qué hija?, vos como sos modista, vas a poder hacer (piezas de costura con aplicaciones). Vamos a usar colores juveniles y vamos a trabajar a medias’”.
En casa de Reyna y Pablo queda la última de las hijas, quien ayuda en los quehaceres cuando su madre debe entregar pedidos, porque además de tejidos, hace costuras, crochet y elabora jabón de lejía para vender. “Aquí cada quien tiene que seguir trabajando”, sentencia con la energía de una joven.
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