Un día, cuando yo estaba a cargo del campamento Tucavaca decidí salir a patrullar. Le pedí a mi compañero que me acompañe, pero en ese momento no día, así que me fui solo. Alisté lo necesario: cuaderno, machete y linterna. Puse todo en la moto y partí. Luego de unas horas, llegué a una laguna y me quedé un rato a pescar, porque pensé: ahora podremos comer pescado. Estaba sentado ahí, cuando de pronto sentí un movimiento. Me di la vuelta y era el jaguar, quedé paralizado porque parece que cerca estaba su cría, así que me podía atacar. Despacio, me paré y empecé a gritar: ‘¡vengan, aquí está!’. Para que él crea que yo estaba con alguien más. De pronto se puso en posición de ataque, como cuando van a saltar sobre su presa. Yo no sabía qué hacer, gritaba como loco sabiendo que no había nadie. En eso, una bolsa de nailon que estaba en la moto se movió porque sopló el viento. Parece que el “gato” se asustó, bajó la guardia y se fue. Ese rato, como pude, corrí hacia la moto que estaba como a 300 metros, arranqué y no paré hasta llegar hasta aquí. Yo creo que los iyas me cuidaron ese día. (Ciro Justiniano, isoseño, hijo de un guardaparque que llevaba su mismo nombre).