Ruta del bufeo, volver a la naturaleza para curar cuerpo y alma

Más allá de observar al único cetáceo que existe en Bolivia y otros animales silvestres, navegar por el río Mamoré, permite reconectarse con el entorno y con uno mismo. Abrazar un mapajo centenario y conocer a gente que decidió vivir como ermitaña en medio de la selva, es otra experiencia para recargar energías.

Florencio Vargas vive solo. Solo en medio de una selva tupida de árboles de troncos altos, que cubren el sol con sus hojas; de plantas silvestres de ramas largas, y animalillos como los jaúsis que se arrastran en medio de arena ardiente. Solo, en una pequeña loma a un costado del río Mamoré, que cuando llueve muestra su furia y arrasa con los cultivos que tiene en su chaco. Solo, desde hace 21 años, cuando decidió trabajar la tierra para vivir en tranquilidad.

“Tengo hermanos, cuatro hijas, nietos, pero ellos están en clases, yo me vine al campo”, dice y mientras habla se oye el trinar de los pájaros, el río que fluye calmo porque es septiembre y no hay peligro. La brisa que llega como un alivio ante el calor que sofoca.

Florencio, acompañado de su radio, donde se entera de las novedades que ocurren fuera de su «mundo».

Setenta y cinco años, estatura pequeña, manos delgadas y rostro redondo adornado por un lunar. Florencio tiene lo justo y necesario para pasar sus días. Una choza fresca donde reposa sus sueños, un equipo de radio donde se entera de lo que sucede “afuera” de su mundo; gallinas, un perro flaco que sale a recibir a las visitas. Un trapiche para extraer el dulce de la caña que cosecha; plantas suficientes para aliviar sus males.

“Nací en Santa Ana de Yacuma y con mis hermanos nos vinimos a vivir a Trinidad. Yo ya tenía familia y no encontraba trabajo. Un señor nos invitó a hacer chaco acá y nos vinimos con mi hermano”, dice.

Florencio cultiva maíz, sandía, pepino, coco, caña y plátano. Cada cierto tiempo sale al pueblo a cobrar su renta de vejez. También sale cuando el río Mamoré crece y deja todo inundado. Pero siempre vuelve cuando bajan las aguas, “porque hay que seguir luchando, trabajando, sembrando”.

Vuelve porque aquí no solo está su casa, sino porque le gusta conversar con los turistas que llegan para ver su árbol de mapajo de 250 años de antigüedad certificada por la Universidad Autónoma del Beni “José Ballivián”.

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La majestuosidad del árbol asombra a los visitantes, más cuando se busca rodearlo para abrazarlo y recargarse de energías.

Florencio se mantuvo a salvo de la Covid-19, pero la pandemia bajó considerablemente el número de visitantes. Con la suspensión de las restricciones, la gente empezó a venir de a poco, y se dio cuenta que aquel consejo de abrazar un árbol para sentir su energía y recuperarse, ahora es parte de un tratamiento sea o no que se haya pasado la enfermedad.

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La ruta del bufeo

Foto de archivo. Mara Candice Arias

Pasar por el hogar de Florencio y quedarse absorto con la inmensidad de los árboles, en especial con el mapajo, es parte de La ruta del bufeo. El paseo se llama así, porque permite observar al delfín de agua dulce (Inia boliviensis), el único cetáceo que habita en los ríos amazónicos de Bolivia.

Y sí, a medida que la embarcación parte de Puerto Villarroel, entrada al área protegida municipal Ibare-Mamoré, a 13 kilómetros de Trinidad; el piloto se detiene para que los pasajeros vean revolotear a los bufeos, en pareja, con sus crías, o entre adultos, porque casi siempre nadan en grupos. Sus rosados o grises lomos se asoman mientras ellos parecen jugar lejos de espantarse por el ruido del motor.

Las paradas durante la ruta permiten interactuar con gente del lugar, pero también conocer un poco de la historia de estos sitios.

Pero más allá de observar al bufeo, la oportunidad de navegar por los afluentes de uno de los ríos más importantes de Bolivia, reconforta las energías. Observar a niños refrescándose en las aguas, sentir cómo las aves vuelan haciendo gala de su libertad. Ver a las tortugas al sol o a una familia de chanchos de monte, fuera del alcance del ser humano. Que el atardecer caiga con una escala de colores casi imposible de reproducir en una pintura; todo aquello es posible en un recorrido de ocho horas, que puede prolongarse por dos días.

La primera parada es en Loma Suárez, una pequeña población situada a orillas del río Ibare (afluente del Mamoré), custodiada por la Escuela de Sargentos de la Armada Boliviana “Reynaldo Zeballos”. La historia de este sitio está ligada a la familia Suárez, de origen cruceño.

De hecho, dicha escuela se encuentra en la inmensa casona propiedad de los hermanos, y que pasó a manos del Estado en 1940 tras el deceso de Nicolás, el menor de los ocho. De estilo neoclásico, la misma tiene palmeras reales traídas desde India.

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Para ingresar a lo que hoy es el cuartel, se requiere un permiso especial. Sin embargo, desde afuera se puede ver la inmensidad de la casona.

Cuentan los historiadores que Rómulo Suárez, el mayor de los hermanos, era un hombre trabajador pero muy severo con sus empleados. Nicolás y él incursionaron en el negocio de la quina, y en la importación y exportación de mercancías a Brasil. Buscando nuevas áreas de explotación, Nicolás se interesó por la extracción de la goma elástica en Reyes. “Nicolás fundó Cachuela Esperanza en 1882, entre los ríos Madre de Dios y el Beni, emplazamiento que resultaría estratégico para controlar la producción de goma del norte boliviano y se convertiría en centro del mayor emporio económico del auge gomero: la casa Suárez. Esta comenzó controlando la navegación fluvial y el comercio de importación-exportación, para posteriormente adquirir las barracas y tierras de sus deudores”, refiere la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.

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Volviendo a las aguas tras esta visita, la inmensidad. Y al cabo de unas horas, la posibilidad de almorzar en una playa desierta, para luego entretenerse un instante a orillas del río, sintiendo a diminutas sardinas que obligan a estar en movimiento constante.

Al volver a la embarcación, más delfines. Un grupo grande que juega en círculos, que se esconde. Que hace que los tripulantes se muevan de un lado a otro con curiosidad. Que sonrían ante tanta habilidad de los bufeos, que los busquen. Que todos los problemas queden en el olvido.

Amar la vida

Durante el trayecto se puede observar una variedad de especies de animales silvestres amazónicos en su hábitat. Foto: Rocío Lloret.

Quizá una de las grandes lecciones que deja Covid-19 es el hecho de poner en valor lo que se tiene y a quienes están alrededor. La reconexión con la naturaleza es parte de este proceso, que enseña -además- a ser un turista responsable. Cuidar la naturaleza ya no es solo una obligación, sino pensar en los hijos, los nietos, los otros.

Tras un par de horas por el agua, una nueva oportunidad de compartir con alguien que, como Florencio Vargas, decidió vivir en soledad.

Esther Nuñez Javivi tiene su casa en otra loma, a orillas del río Ibare. Un perro escuálido la custodia de los extraños. Y gallos catalanes comparten el espacio con un pavo silvestre que se sumó al grupo cierto día; nadie supo ni cómo ni por qué.

Los visitantes de esta mujer entrada en años y manos huesudas, pueden compartir con ella un café recién hecho acompañado de un masaco de yuca preparado para la hora en que el sol empieza a entrarse.

Después de todo esto, dejar la tranquilidad de la selva para retornar a la zona urbana, al ruido de los motores y el movimiento de las ciudades, es difícil. Pero claro, siempre habrá la posibilidad de volver, como lo hacen Esther y Florencio, porque esta tierra es de encanto.

Operadora recomendada para la Ruta del Bufeo: 591- 72818317


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