Era un pueblo enclaustrado entre cerros, de difícil acceso y familias que vivían de su producción agrícola  y la crianza de llamas. Sin saberlo, los escasos habitantes estaban asentados sobre un tesoro, pero no tenían herramientas para extraerlo. Esta es la historia de cómo tomaron la decisión de mudarse, llevándose consigo una majestuosa iglesia de piedra e incluso un cementerio.



“La gente decía: ‘hay mucha pobreza aquí’. Entonces yo respondía, ‘cómo vamos a ser pobres si tenemos mucho para comer’. Mi abuelito cosechaba diez quintales de papa, cinco quintales de haba, tres quintales de trigo. ‘¿Dónde está la pobreza?, yo decía. Pero sí, un día entendí que lo que no había era dinero”.
Nelly Quispe Colque recuerda a su San Cristóbal natal como un pueblito de pocas familias, con una imponente iglesia colonial de piedra construida el siglo XVIII, donde no faltaba qué comer, pero al que era difícil entrar, porque el camino era estrecho y accidentado. Casitas de adobe, piso de tierra, cocina de barro, sin baños ni letrinas para hacer las necesidades.
Desde la época de la colonia (1584, según documentos de creación), la gente que vivía en esta comunidad del municipio de Colcha K, provincia Nor Lípez de Potosí, se dedicaba a la agricultura, la cría de llamas y, de forma precaria, a la minería.
— ¿Qué si era feliz? ¡Claro que era feliz! ¡Ahora también soy feliz!
Nelly Quispe responde con voz aflautada y firme, como dejando por sentado que no hay lugar para la infelicidad en su vida. Pequeña, de tez morena y rostro afilado, dice que actualmente el promedio mensual de ingresos de una persona en su pueblo es de diez mil bolivianos. “Hay bonanza, hay dinero”, insiste.

Lee también| Los guardianes del Salar de Uyuni apuestan por el turismo

El antiguo pueblo en una maqueta.


Hasta 1999, San Cristóbal estaba a 17 kilómetros del lugar donde se encuentra actualmente. Aquello era una planicie rodeada de cerros, situada a más de 3.700 metros sobre el nivel del mar, apta para la siembra, la cría de auquénidos y, en menor medida, la explotación de minerales.
Lo que sus habitantes no sabían era que, literalmente, estaban asentados sobre una inmensa veta de plata, que no podían explotar por falta de maquinaria y equipamiento moderno, algo que jamás hubieran podido adquirir.
Hasta ese momento, hombres de rostro cobrizo y un bolo de coca en la boca entraban a las bocaminas con abarcas, cascos (guardatojos) y una lamparita que, además de iluminar el socavón, funcionaba como detector de gases tóxicos.
Por eso, cuando en 1997 una trasnacional minera descubrió que San Cristóbal tenía uno de los yacimientos de zinc, plomo y plata más grandes del mundo, ofreció encargarse del traslado del pueblo, incluida su iglesia y cementerio, para poder explotar el lugar. Además aceptó una serie de condiciones.

Lee también| Chiquitanas rescatan frutos silvestres y se convierten en microempresarias

Entre el arraigo y el progreso

Gonzalo Colque relata detalles del traslado.

Gonzalo Colque, uno de los negociadores de aquel inédito momento, recuerda que los lipeños, como se conoce a los habitantes de los Lípez, demoraron más de un año en aceptar la propuesta. Durante varias noches la gente asistió a largas reuniones, para analizar los pros y los contras, hablar de contaminación, de progreso, de cómo sería desarraigarse de la tierra que los vio nacer para ocupar otro espacio; incluso de mudarse a Tarija, La Paz o Cochabamba.
“Había una diferencia abismal entre ellos (la gente de la empresa minera) y nosotros. Ellos tenían abogados, un equipo muy grande, y nosotros, lo máximo que teníamos era un profesor, algunos ni siquiera eran bachilleres. Pero teníamos claro a dónde queríamos ir. Por eso se aceptó el traslado”, cuenta ahora este hombre grueso de hablar pausado y cabellos canos.
La minera boliviana San Cristóbal, subsidiaria de la Sumitomo Corporation de Japón, hablaba en términos técnicos: seguridad industrial, inversión a largo plazo, responsabilidad social. Gonzalo, quien siendo joven había emigrado a Argentina como muchos de sus paisanos y tenía un poco más de conocimiento al respecto; se encargaba de explicar, en palabras sencillas, de qué se trataba todo eso.
Los ancianos eran los que más se resistían y, por supuesto, los que más sufrieron una vez que se ejecutó el traslado, porque atrás quedaba toda una vida; la tierra que los vio nacer; la que acogió a sus padres y, por qué no, a sus ancestros. Empero, su sabiduría pudo más que cualquier ambición personal, ya que no faltó quien sugirió deshacer la comunidad para que cada quien elija dónde hacer construir su casa, incluso fuera de Potosí.


“Nosotros nos podemos ir –dijo entonces don Anastasio Córdoba, a quien ahora se recuerda en un video- pero si ustedes quieren destruir la comunidad; simple, no hay traslado. Si nosotros como comunidad nos vamos a trasladar a un lugar, dentro de nuestra misma jurisdicción, a seguir haciendo comunidad; podemos pensarlo, por el mejoramiento y la calidad de vida de nuestros hijos. Para que tengan trabajo, aunque ya nosotros no trabajemos. Pero la condición es que nos vayamos como comunidad”. En ese momento toda la sala aplaudió al anciano y se selló el traslado.
Así, ya en el nuevo terreno, la minera construyó 145 casas de material con todas las dependencias, y energía eléctrica, agua y alcantarillado. También dejó las conexiones listas para levantar otro tanto de viviendas. “Fácil pudimos negociar (la construcción de) 500 casas, para los jóvenes más, pero queríamos que a ellos les cueste lo que a nosotros nos costó hacer nuestras casas, así sean de adobe. Entonces dijimos, vamos a dejar 50 lotes para que los jóvenes que están formando familias puedan hacerse sus casas. Además pedimos fuentes de trabajo para ellos”, recuerda Colque.

Desde este mirador se ve la mina San Cristóbal.

¿Cómo se traslada una iglesia de piedra?

San Cristóbal tiene hoy unos tres mil habitantes (tenía 300 antes del traslado) y está asentado en una planicie de fríos vientos; donde el sol altiplánico arrecia hacia el mediodía. Es víspera de Carnaval, por lo que en sus amplias calles adoquinadas, niños y jóvenes juegan con agua, en medio de un grupo de turistas asiáticos que están de paso rumbo al Salar de Uyuni. Hay sucursales de bancos, negocios, tiendas de barrio y la imponente iglesia de piedra, a un costado de la plaza principal.


Esta última fue trasladada, pieza por pieza, tal como se comprometió la empresa y contó con asesoramiento extranjero para que no se dañen las reliquias que allí se encuentran. Fue una tarea titánica, considerando que el templo original fue construido por ayllus o grupos de indígenas originarios del lugar, que se turnaron para hacer el trabajo y lo ejecutaron de a poco. Llevados por la fe que les inculcaron los colonizadores, aquellos hombres llegaron a trasladar materiales desde parajes lejanos como la cuesta de Sama, en Tarija, en una época en la que en lugar de caminos había que abrir senderos.

Una pila bautismal usada en la colonia.


Lo que allí se ve actualmente es el esplendor del trabajo de reconstrucción. Una basílica con un amplio atrio, en cuyo interior se lucen crucifijos, Santos, una pila bautismal, dos órganos originales y pinturas de la época de la colonia, además de un altar delicadamente construido: una riqueza invaluable por donde se lo vea, ya que esta es una de las iglesias más antiguas del altiplano boliviano. Ese título, sin embargo, le ha valido también ser víctima de robos.
Según recuerda Gonzalo Colque, los ladrones entraron cuatro veces a este sitio: dos en el anterior pueblo y dos en el actual. Así, de los 18 cuadros pintados que relataban la vida y obra de San Cristóbal, quedan apenas siete; el último hurto fue en 2010, cuando se llevaron platería del altar, así como coronas y joyas de vírgenes y santos.
A raíz de eso, la iglesia únicamente se abre cuando llegan visitantes que pagan una entrada, ya que no hay un párroco que oficie misas. En ausencia de su esposo, una mujer de pollera, con un bebé cargado en la espalda mira con recelo a quienes ingresan. Ellos son los custodios del lugar.

El interior de la iglesia trasladada.

El gran momento de San Cristóbal


El traslado le ha cambiado por completo la vida a los lipeños. Hasta antes del ingreso de la minera, la mayoría de los jóvenes estaban predestinados a emigrar dentro del país, a Chile o Argentina para forjar un futuro. Muchos ni siquiera terminaban el colegio y veían frustradas sus aspiraciones. “Ahora los chicos se van a estudiar a la universidad, están en Cochabamba, en Tarija, en Potosí”, asegura Nelly Quispe.
En 2015, la empresa minera San Cristóbal generó 508,4 millones de dólares por la venta de concentrados de plata y zinc (399.315 toneladas), y plomo y plata (75.298), según el Reporte de Sostenibilidad de la firma, citado por el diario paceño Página Siete. El mismo documento señala que ese año había 1.461 trabajadores y que la vida remanente estimada de la mina es de siete años (hasta 2022), aunque el ciclo podría extenderse dependiendo los planes de exploración y expansión.
Aunque a la cifra mencionada hay que restarle desde impuestos hasta el pago de regalías, sueldos y salarios, así como otros ítems de gastos; para los ejecutivos esa fue una gestión de “éxitos sólidos”.


Y es precisamente ese flujo de dinero el que ahora se observa en este pueblo, donde la gente tiene empleo en la trasnacional y una calidad de vida, superior a la de otras poblaciones. “Antes la zona de los Lípez estaba en decadencia por la desatención del gobierno central y del departamental. Parecía que Potosí terminaba en Uyuni y todo este territorio grande, que es casi el 50 por ciento del territorio potosino, era desconocido. Ahora el turismo y la minería hacen resaltar a (la provincia) Lípez, porque de aquí sale la mayor riqueza del departamento”, dice Gonzalo Colque.
Pero los lugareños son conscientes de que en algún momento la riqueza se va a terminar. Por ello, desde hace un par de años, apoyados por la Fundación Codespa y la propia minera San Cristóbal se ha iniciado un proyecto de turismo comunitario, que permita desarrollar una nueva fuente de ingresos, una vez que se termine la actividad minera. La idea es que los visitantes que van al Salar de Uyuni puedan pernoctar o adquirir servicios de los pueblos que están antes de llegar a ese destino. Para ello se inició la capacitación a la gente, la apertura de negocios y una serie de estrategias.
“Aquí hay muchas mujeres que trabajan en el proyecto, hay equidad de género, pero tratamos de difundir que los hijos no queden a su libre albedrío, que no trabajen papá y mamá, porque si no, qué será de la sociedad. Sabemos que esto (la bonanza) es temporal”, reflexiona Nelly.
En su caso, es guía de un museo donde se puede observar las variedades de quinua que se producen y un poco de cómo se trabajaba en minería antes de la llegada de la subsidiaria japonesa. Ataviada en un traje típico de la zona, explica todos los detalles, fechas e historia del lugar. Este trabajo le permite alternar la crianza de sus tres hijos, de trece, nueve y dos años.

Construir el futuro

Hoy hay varias construcciones modernas.


Tanto Nelly como Gonzalo aseguran que el traslado de San Cristóbal era la única manera que tenían para salir adelante. En algún momento, cuando se planteó la nacionalización de la minera que lleva el mismo nombre del pueblo, el propio vicepresidente, Álvaro García Linera, aseguró en un discurso que aquello quedaba descartado, “porque, como decía (Vladimir) Lenin, se requiere de la tecnología e inversión” para tener una producción a gran escala.
Entretanto, los habitantes disfrutan el gran momento, pese a que añoran su terruño. Yeni Quisberth, por ejemplo, sintió mucho dolor cuando al volver al antiguo pueblo, luego de marcharse unos años a estudiar a La Paz, no encontró más que pequeños montones de tierra, porque ya habían demolido todo. “Sentía ganas de llorar”, cuenta esta guía turística que hoy observa desde un mirador lejano, cómo aquella pampa en la que pasó su niñez ahora es una inmensa plataforma con capas de tierra, de tonos verdes y rosas, donde tractores, montacargas, grúas y camiones se mueven en una miniciudadela, transportando minerales. Adentro, hombres y mujeres muy bien uniformados y con trajes de alta seguridad, trabajan por turnos extrayendo mineral. Allí donde alguna vez vivieron doce familias solo queda una cruz, como recuerdo.



Prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de este portal  sin autorización de La Región. Solicite información para redifusión a [email protected] o al 70079347