En los ojos del pintor boliviano Melchor Pérez de Holguín (Cochabamba 1660-1732) la Virgen María es una mujer potosina. Ataviada con una mantilla de la época, sujetada por un broche de piedras preciosas, lleva un sombrero de ala ancha y lava ropa mientras su hijo duerme custodiado por ángeles durante la huida a Egipto. Es, ante todo, una madre como cualquier otra, que se ocupa de quehaceres cotidianos.
Pintada en el siglo XVIII “La Virgen Lavandera” tiene elementos europeos, pero también locales como aves exóticas de la Amazonia. Es una de las obras más famosas de este autor que pasó gran parte de su vida en la Villa Imperial, con lo cual es considerado el más célebre de esa región y de la Audiencia de Charcas (territorio actual de Bolivia).
Junto a otros 59 cuadros producidos entre los siglos XVI y XVIII, forma parte de la muestra “Dios y la máquina” que desde el año pasado está en exposición en el Museo Nacional de Arte (MNA) en La Paz.
“Lo que se ha hecho en esta exposición, que no es muy común, es ordenarla por temática. La curaduría es bastante original también. Por ejemplo, el Museo Nacional de Arte tiene obras de artistas que llegaron de Europa como Juan de la Fuente, pero contrario a lo que sucede en otras muestras, esta vez se ha dado prioridad a artistas desconocidos, para tener una mirada descolonial. No es renegar del pasado, pero sí es darle el lugar a obras de artistas locales”, dice Karin Schulze, mediadora del repositorio.
El otro detalle es que cada cuadro es considerado como un cuerpo, que tiene huellas y cicatrices. De ahí que en lugar de exponerlos en las paredes, están en soportes, que permiten ver detrás de ellos todas las huellas y cicatrices que dejaron el tiempo, la manipulación, restauración y otros detalles.
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Si bien las obras de Pérez de Holguín son las más famosas, hay muchas otras de autores nacionales e internacionales que fueron adquiridas o recuperadas por el museo. “Dios y la máquina” es, sin duda, una gran oportunidad de ver parte de la gran producción pictórica de arte colonial disponible en el país.
Es también una manera distinta de interpretar la visión religiosa que marca la temática. “Lo que busca Dios y la máquina es darle una nueva mirada, descolonizadora a las obras. Muchas veces se habla solo de la llegada de los españoles, pero aquí se profundiza y se ve que en realidad la evangelización era un instrumento para que la gente sea más dócil. Así podían tenerla como mano de obra en las minas, por ejemplo. Vemos que no era solo evangelizar, sino que tenía fines más profundos, como una maquinaria de dominación”, explica Schulze.
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La casa del verdugo
El MNA está en pleno casco viejo paceño: en la tradicional calle Comercio esquina Socabaya, a pocos metros del Palacio de Gobierno. Se trata de un caserón que se terminó de construir en 1775, en estilo barroco mestizo. Una de sus peculiaridades es que se trata de arquitectura civil, pensada y hecha como vivienda. En Latinoamérica hay varias construcciones del mismo estilo, pero la mayoría son religiosas.
El patio central es la parte principal del inmueble. La fuente data del siglo XIX, de alabastro. El material es arenisca rosada que se trajo de Tiwanacu y hay una teoría de que se destruyó monolitos y templos para hacer los bloques de esta y otras edificaciones del centro de la ciudad.
El piso ajedrezado es muy típico de España. Las piedras, por su forma, se llaman huevillo. Las de color claro son de los ríos de la región del valle y las negras provienen de los nevados. La mano de obra sería indígena. En cuanto a la decoración, tiene conos con frutas, muy del barroco europeo. Se puede observar papaya o cacao, frutos de la Amazonia americana. El cambio de algunos elementos le dan un toque especial, porque también se ve flores locales como kantutas.
Quien mandó a construir este palacio fue el criollo Francisco Tadeo Diez de Medina y Vidango. Durante la guerra independentista estaba de lado de los españoles. Abogado de profesión, presidió el juicio contra Tupac Katari y Bartolina Sisa, líderes indígenas de la insurrección contra la dominación europea. Precisamente él fue quien condenó al primero a morir descuartizado por caballos, y a la segunda, a la horca. El cuerpo de ella también fue desmembrado posteriormente. No tuvo herederos, por lo que la casona pasó por varios dueños. Fue hotel, casino, sastrería y hubo un propietario que instaló un museo particular. Como MNA abrió en 1966.
Desde los pasillos se puede observar la magnitud de la casa del Siglo XVIII, situada frente a la Catedral Metropolitana, construida el siglo XIX; cercana al edificio del Banco Central de Bolivia, que data del siglo XX, y también a la Casa del Pueblo, del siglo XXI.
Una distribución por temática
La amplitud del palacio permite tener varias salas en exposición. Al entrar a “Dios y la Máquina”, el visitante encontrará obras sobre los evangelistas: San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan. Distintos cuadros dispuestos uno tras otro, pintados por varios autores.
En los siguientes espacios del recorrido están las obras alusivas a La Sagrada Familia, La Santísima Trinidad, Santos y Vírgenes, y Ángeles y Arcángeles. La razón para organizar la muestra por temáticas es dar realce a pintores desconocidos y mostrar cómo se producía el arte en cantidad.
“Por un lado se traía estampas de Europa para que aquí las copien y sigan un mismo patrón. Pero por otro, era una forma de trabajar. Como en los siglos XVII y XVIII la gente ya estaba evangelizada, todos querían tener en sus casas obras como estas, entonces había mucha demanda de obras de arte sacro. Lo que se empezó a hacer en los talleres fue producir de forma serial. Si bien los maestros hacían bocetos principales, tenían ayudantes. Entonces había unos que hacían las nubes; otros, los personajes, los ojos, y así. Algo como producción industrial”, asegura Schulze. Pero a la vez hay obras que muestran el talento de indígenas en el arte, muchas de las cuales no llevan firma, porque no sabían escribir.
En ese contexto, obras importantes como La Virgen del Cerro (una de las cuatro versiones que existirían) ocupan una sola habitación dada su importancia, no solo en el trabajo sino en la simbología.
Para recorrer esta exposición se requiere al menos una hora, porque hay detalles que vale la pena tomar en cuenta. Por ejemplo, en la sala de Ángeles y Arcángeles se encuentra una de las obras más prolíficas de Melchor Pérez de Holguín, colocada a propósito en la parte alta, porque así lo pensó el artista.
Es la última sala de la travesía y los cuadros no están en fila, sino más bien en una especie de laberinto, de manera que uno pasa por un pasillo y se va topando con obras de arte una mejor que otra.
Aquí vale la pena detenerse a observar el atuendo de estos seres asexuados, que no solo muestran indumentaria de la época, sino una moda muy bien marcada y similar a la de hoy en día. Sí, las camisas de los ángeles lucen hechas girones porque así encantó por el estilo. Como sucede hoy en día con los yins, mientras más cortes tenía la prenda, más elegante era vista.
Entre los arcángeles también hay algunos apócrifos o no reconocidos por la iglesia Católica. E incluso uno que en lugar de lanza o espada tiene un rifle en las manos. Dicho cuadro en particular fue pintado por un maestro desconocido de Calamarca, pero para los expertos el lugar de origen no es casualidad. Este territorio pertenecía a los indígenas Pacajes, que viene de Pacajsi, que significa hombres águila. “En su cosmovisión andina ellos hablaban de hombres pájaro, explicación que unieron al tema de los ángeles. Por eso se da ese sincretismo”, apunta Karin, quien asegura que hablar de cada cuadro demandaría hasta una noche, debido a los detalles y explicaciones posibles. Todo un viaje a través de la historia del arte. ¿Se anima a hacerlo? La exposición estará disponible hasta agosto.
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