Mónica Guzmán Ruiz, la Iyapïmbae guaraní

Desde pequeña asumió que la educación era la puerta que le permitiría ser libre. Salió de su comunidad siendo niña y llegó a Santa Cruz, donde logró convertirse en socióloga. Hoy apoya a mujeres guaraníes desde distintos escenarios, pero sobre todo es perita e intérprete de un Tribunal de Sentencia, mediante el cual defiende a víctimas de delitos sexuales, entre otros.

Era diciembre de 2012. Yo había decidido que mi parada para estudiar iba a ser Santa Cruz. Entonces yo dije, me voy iniciando el año. Nació mi hermana y como todos los ocho hermanos, nació en casa. Le dejé todo listo para el parto a mi mamá: su ropa, su comida. Le traje maíz. Sabía que a las diez pasaba la flota que pasaba por todas las comunidades para llegar a Monteagudo (Chuquisaca). Llevaba mis monedas en una bolsita. Cuando escuché que venía la flota, salí a la carretera, me subí y ya arriba pensé: ya le han debido decir a mi papá. Y yo escuchaba su grito: ¡Mónica, bajate! Y yo me agarraba del asiento. No me voy a bajar.

Mónica Guzmán Ruiz (34) luce hoy la sonrisa con la que conecta más fácil con las mujeres de su pueblo. Muchas veces -cuenta- ni siquiera hacen falta palabras, sino solo abrazos. Saber que quien te toca con el alma, siempre va a darte un buen trato.

Hace dos décadas, esta mujer guaraní llegó a Santa Cruz de la Sierra con 12 años. Traía las monedas que había reunido durante años, cuando las abuelas de su comunidad se las regalaban porque las ayudaba en sus quehaceres; un certificado de nacimiento y otro de notas escolares. Se había propuesto seguir estudiando, aun cuando tuviera que dejar a los suyos, porque en San Jorge de Ipati, solo se cursaba hasta octavo grado. Aquí buscó a su tía, una trabajadora del hogar, a quien convenció de que la dejara quedarse y peleó casi a gritos cuando ella le dijo que no podía hacerse responsable de una niña. Destino, casualidad, en medio de la trifulca, una vecina de los jefes de la tía apareció en el lugar y le cambió la vida.

Le presentó a una familia vallegrandina que la acogió a cambio de que cuidara a la nieta y estudiara. Así se quedó seis años y entendió que aquello que había forjado desde su niñez iba a cumplirse.

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Desde muy pequeña veía que la única puerta que podía atravesar era la educación. Porque veía maltrato físico, psicológico. Cuando empecé a ver que podía leer, que mi cerebro entendía, le decía a mi papá: “hay cosas a las que yo nunca voy a renunciar, a ser libre, a ser independiente, a hacer mis cosas. A tener una educación digna, salud, y lo último, elegir a la persona que yo quiera. No quiero que vengan y le digan: don Miguel, le regalo dos vaquillas y me la da a su hija. Tampoco quiero ver cómo les pegan (a las mujeres). A mis 13, 16 años, no quiero andar con los ojos morados». Tenía ocho años. Estamos hablando de la década del ’90″.

Los seis años que Mónica pasó con la familia vallegrandina la llevaron a definir que quería ser psicóloga. En la prueba de suficiencia académica anotó esa carrera, luego Ciencias de la Educación y de último, Sociología, algo que ni siquiera sabía qué era, pero que fue -finalmente- la carrera que la hizo «más humana». Una vez más, terminó pasando clases con extranjeros que habían llegado a dar clases o bolivianos que se fueron a estudiar fuera, y volvieron al país, a la Universidad Gabriel René Moreno.

Ahí comprendí todo, mi origen, de dónde era, quién era, y qué tipo de desarrollo quería en mi vida. Me convertí en alguien más humana, más sensible. Poder entender las situaciones de cada persona, aprender a no juzgar sin conocer. Recordaba las cosas de mi niñez y decía: “Yo soy parte de esto, conozco la historia, cómo se formó, entonces fue mucho más fácil”.

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Mónica en una jornada de trabajo en el Museo Guaraní.

Mirar atrás no siempre suele ser grato. No cuando a tu alrededor ves violencia o, lo que es peor, la naturalización de la violencia. Escuchar frases como: “es pues de tal o cual lugar, así son, choleros (mujeriegos)”. Pero hay que hacerlo, aun cuando una persona no puede cambiar el mundo, sí puede ayudar a cambiar una vida.

Tras defender la tesis en el Territorio Indígena Multiétnico (TIM), Mónica aprendió otras formas de gobierno, muy distintas a las guaraníes. Aprendió, por ejemplo, a hacer actas, y a tener calma cuando hay conflictos fuertes entre comunarios.

Con esa fortaleza volvió a su territorio, en tierra guaraní. Al verla llegar, todos pensaban que había olvidado su lengua, sus costumbres, sus tradiciones.

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Cuando llego, me presento ante 80 mujeres y les hablo en guaraní, les dije que había estudiado Sociología, y no entendían. Las instituciones pequeñas empezaron a contratarme para hacer traducciones, porque yo no solo estaba con las lideresas, sino con aquellas que nunca han salido de sus comunidades. Ahora me dicen la “sin límites”, que en idioma guaraní es la Iyapïmbae, porque venía trabajando en el fortalecimiento de mujeres con trayectoria y me invitaron a la Argentina. Hasta hoy allá no hay jóvenes formados para defender a los guaraníes. Ellas (en Argentina) tampoco pensaban que la Mónica sabía hablar guaraní. Y siempre me preguntan: ¿qué haces tanto para que las mujeres quieran esucharte? Y en tono de broma yo digo, “lo único que he hecho es darles amor». Pero en el fondo es eso, que alguien te haya visto por primera vez y te abrace.

Conocer prácticamente gran parte del territorio guaraní en Bolivia ha llevado a Mónica a hacerse cargo de la administración del Museo Guaraní, que funciona en el tercer anillo de la avenida Marcelo Terceros de la capital cruceña. Un día le planteó al director, Felipe Morales, si podía darle un espacio para ofrecer artesanías de las mujeres indígenas que iba conociendo en sus recorridos. Él aceptó y con un pequeño fondo que obtuvo de compañeros de la Universidad de Oregon, con quienes hizo un curso de justicia ambiental y cambio climático, empezó a comprar artesanías y aceites, para venderlos y enviar las ganancias a las dueñas, sin que estas sean engañadas, como les ha pasado algunas veces.

Kapeatindi tiene tejidos, Iticahuasu tiene las palmas; las chiquitanas, aceites medicinales: las ayoreas, collares. Les compro al mismo precio y las pongo a la venta. La idea es que en un futuro el museo se convierta en un referente de los pueblos indígenas de tierras bajas y también en un centro de lectura, así que cuando voy al Izozog (Santa Cruz), les digo: tienen su museo y ellas ya saben. Ya son dos años y no les he fallado hasta ahora.

Violencia, ese círculo vicioso

A veces, cuando era niña, Mónica escuchaba hablar a las abuelas guaraníes. En la soledad de los chacos y los ríos, donde ellas se sentían libres, contaban que nunca se habían casado con el hombre que querían, sino con el que les imponían. En medio de risas, surgían preguntas como: ¿y usted nunca pensó irse a buscar a ese hombre? “No, porque ya se casó”.

El tema de la violencia es muy marcado, dice Mónica. Muchas veces ese círculo hace que se vea como normal los golpes.

Para ellas es normal que las traten (regañen), como que el autoestima en mujeres de las comunidades es muy bajo y eso no les permite ver. Si yo viví maltrato, me pasó a mí, mucho peor a ellas.

Durante la época de universitaria, Mónica entró en un círculo de violencia que la llevó a dejar la carrera unos años. Un día reaccionó, cuando se dio cuenta que aquello que decía no querer en su niñez, le estaba pasando. Pero hablarlo, no es fácil, menos en un mundo donde reina el silencio.

Lo que yo he estado haciendo en comunidades como Kapeatindi, Kuarirenda y otras de Chuquisaca es hablar con las mujeres. Hablar desde Mónica, no como profesional. Contarles lo que a mí me ha pasado, cómo me pasó y cómo reaccioné, y por qué reaccioné. Pienso que desde ahí se puede hacer muchas cosas. En las noches nos quedamos horas en reuniones. Y eso sale, las mujeres expresan el sentir. No solamente tienen que aguantar violencia psicológica, a veces hasta económica, infidelidades. Hay mujeres que dicen que nunca supieron cómo se embarazaron.

Pero no siempre es fácil. Todavía hay comunidades guaraníes en las que no se permite la apertura de escuelas, porque se tiene la idea de que “van a venir a dañar la mente de los jóvenes y después las niñas van a querer hacer cosas que no son de su cultura”. Pero la parte más dura es el tema de las agresiones sexuales.

Puedo asegurar que, desde 2019, llevo nueve casos de violaciones, en los que he acompañado los procedimientos.

Ese año, Mónica fue nombrada perita en cuestiones indígenas e intérprete guaraní. Desde entonces trabaja junto al Tribual de Sentencia de Monteagudo, que se encarga de llevar este tipo de procesos penales. Si bien no recibe un salario, sino solo apoyo en transporte y hospedaje, siente que su ayuda es vital para que los responsables sean sentenciados, ya que antes de que ella llegara, los casos se archivaban por falta de traductor.

Las víctimas tienen cinco, 10, 13, 14 años. Hubo un caso en el que no pude ni entrevistar a la niña, pero aprendí a renunciar a la palabra pena. Porque cuando le pedí que me cuenta lo que había pasado, la niña me dijo: “le voy a contar todo desde un inicio, porque ahora siento que puedo decirlo. Tengo 10 años, cuando tenía cinco no lo podía hacer, pero ahora estoy más fuerte”. Me quedé sin palabras, porque tan solo tenía diez años y ya estaba reclamando sus derechos, el derecho que le había robado el propio padrastro. Después me dio un abrazo y me dijo: “ya no tengo miedo”. Ese día sentí que me llevó un río, porque no podía entender el dolor y cómo ella lo canalizó. Con tanta firmeza me dijo: “voy a reclamar y quiero que se quede en la cárcel”. Y se quedó. Por eso, cuando el tribunal le preguntó qué quería, ella solo dijo: “que pague lo que me hizo”. Y lo sentenciaron.

Pero muchas veces los casos sobran y la lógica paternalista no siempre es la ideal. El artículo 391 del Código de Procedimiento Penal se ha convertido en un obstáculo para que las víctimas encuentren justicia. El mismo es utilizado como argumento de desconocimiento de un delito en el caso de que el imputado provenga de un pueblo indígena.

Muchos hacen pasar eso para disminuir su pena, dicen que no entienden, que no saben de leyes o que no saben que cometieron un delito. Y cuando nombran perito, piensan que uno va a ir a defenderlos a ellos, cuando el trabajo del perito es ser imparcial. Los abogados tampoco están preparados para este tipo de procesos. Todo lo quieren resolver con negociaciones y para mí esto no se negocia. Todas las víctimas hablan guaraní, si yo no hubiera, el proceso no se lleva adelante.

Y aunque la violencia es un problema recurrente, no es el único que golpea al pueblo guaraní. Para muchas comunidades, Mónica se ha convertido en el medio para solucionar incluso conflictos internos, como la acusación a un miembro de incurrir en brujería. En todos los casos, ella dice que prefiere escuchar e ir al lugar, no vaya a ser que las cosas se desborden, como pasó en 2018, cuando un supuesto brujo fue ajusticiado.

Nadie quiere tomar los casos y yo sé que no voy a cortar la raíz del mal. Sé que encerrando a la gente no se solucionan las cosas, pero qué alternativas da el Estado. Ahí está la debilidad.

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