En 2018, cuando dos pichones de Águila arpía (Arpía Harpyja) —Luna y Roque— llegaron al Centro de Atención y Derivación de Fauna Silvestre (CAD) de Santa Cruz, se conocía que ambos habían sido entregados por personas que los rescataron en el municipio de Guarayos. Eran casos diferentes, en tiempos distintos, pero a estas aves amenazadas las unía una circunstancia: los árboles en los que estaban sus nidos cayeron a consecuencia de una tala, y ambas, perdieron a sus padres.
Con el tiempo, rehabilitar a Luna y Roque para devolverlos a su hábitat natural se convirtió en un acto de desagravio que asumió un equipo multidisciplinario de expertos, frente a impactos como la deforestación o los incendios, causados por el propio ser humano.

Gabriela Tavera, bióloga experta en conservación, lideró dicho equipo y hoy, a menos de un año de aquella hazaña para la ciencia nacional, enfrenta un nuevo reto de conservación, esta vez en el Parque Nacional Amboró: obtener datos científicos sobre el Águila arpía en Bolivia, gracias al seguimiento de nidos activos dentro del área protegida.
Para ello, ella y su equipo obtuvieron un fondo concursable de alrededor de US$ 50 mil de la plataforma Piensa Verde, con el proyecto “Parque Nacional Amboró desde la perspectiva del Águila Arpía”.
“El proyecto tiene tres objetivos principales: obtener datos de ciencia de la especie, capacitar a los guardaparques y a los nuevos investigadores del Museo (de Historia Natural Noel Kempff Mercado) e ir mostrando cómo se hace la investigación”, explica Tavera.
Remar a contracorriente

Los fondos deben utilizarse en un año a partir de la entrega, pero el programa de conservación del ave camina solo. “No tenemos apoyo de ninguna otra institución, (los fondos) salen de los bolsillos de quienes estamos comprometidos como investigadores y como humanidad por los impactos que estamos generando”, dice la bióloga.
Los expertos eligieron el Parque Nacional Amboró porque es un hábitat importante del Águila arpía. De hecho, hay un nido activo que los guardaparques monitorean hace algunos años y ello aportará para conocer los hábitos de la especie, cómo se comporta, amenazas y qué población aproximada hay. Actualmente, se está buscando más nidos, porque de esta base de información dependerán las estrategias de conservación.
“Por ejemplo, cuando se identifica una amenaza, es importante ver los factores que contribuyen a hacerla más grave como a mitigarla, y eso es un trabajo arduo con comunidades, actores principales. Hay que identificarlos, comenzar ese trabajo importante, vital para la conservación”.
Pero tener la ventaja del conocimiento de la población en un área protegida es solo un primer paso.
La historia detrás de la historia

Más allá de trabajar únicamente en la rehabilitación de Luna y Roque, los dos pichones rescatados en 2018, Tavera y su equipo se preguntaron cómo llegaron a vivir en cautiverio. ¿Qué tuvo que pasar para que dos crías tengan que pasar por un programa de esta naturaleza?
Y una de las respuestas fue que hay un problema con los planes de manejo forestal, con la aplicación de leyes. Que algo está pasando en los territorios amenazados. Que todo eso tuvo que incidir para que una especie como el Águila arpía, considerada vital para el equilibrio de los ecosistemas, se encuentre en una categoría de amenaza.
“Con la rehabilitación (de Luna y Roque) nos dimos cuenta, que la información de la especie en Bolivia es muy limitada. No hay número poblacional, no se sabe qué especies de árboles utiliza. En Guarayos usa hoja de yuca, Ceiba pentandra, que es (un árbol) muy alto, pero que se ha convertido en especie de aprovechamiento maderable, porque lo usan en el occidente del país”, explica Gabriela.
Quizá, lo más importante: entender que detrás de todo el escenario descrito, hay seres humanos que también tienen necesidades.
Y es que cuando se conoce que unos pichones cayeron de su nido porque alguien taló su árbol, imagina que detrás hay un demonio. Pero cuando los expertos fueron a buscar el sitio exacto donde cayó cada ave, encontraron a personas que no se habían dado cuenta de que en las copas de los árboles había nidos.
“Dimos con el señor que taló el árbol y es impresionante escucharlo hablar. Porque te das cuenta que es un humano igual que tú, que yo. Es una persona que no tiene una intencionalidad de matar, de causar daño; está buscando el sustento para su familia. No tenía conocimiento de lo que sucedía. Cuando cayó (el pichón), ni siquiera sabía qué animal era, porque las Águilas arpía no son fáciles de ver, pese a su tamaño”.
Un programa integral
Todo ello cambia la visión de los científicos. Hoy en día —dice Tavera— la misión es traducir ese lenguaje, de una manera clara y concisa. “Esto está pasando, no solo es una idea discursiva, sino comprobada para sostener los ecosistemas de los que dependemos”, sentencia.
Pero, quizá el detalle no solo esté en la gran voluntad de los investigadores, sino en el apoyo con el que cuentan. Un programa de rehabilitación como el de Luna y Roque demanda entre US$ 50 y 100 mil. Monitoreo, conservación, investigación son ítems de demanda continua. “Me atrevería a decir que se necesita entre 100 y 120 mil dólares para un año, si no es un poco más, sin contar instalaciones y equipos que se usan para trabajar. Se requiere recursos humanos, tiempo, viajes, logística, equipos específicos, porque es un trabajo en altura. Se necesita capacitación, cuerdas, seguridad”, detalla. Y al final de todo eso, lo que queda es el aprendizaje, un pequeña reivindicación de un equipo que dedica su tiempo, su experiencia, su sapiencia, su vida, a tratar de salvar lo que otros no ven a su alrededor.