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Rocío Lloret Céspedes
Recuento
Orlando Parabá (72) –un agricultor chiquitano, bajito y de ojos oscuros, que mueve las manos con frenesí al hablar- tuvo un mal año en 2019. Primero, una sequía intensa que duró hasta abril debilitó sus plantaciones. Luego, una inusual helada seca, arreció en julio. Casi de inmediato desde la carretera asfaltada, un incendio de lengüetazos altos que se contorneaba con la habilidad de una serpiente, entró a su comunidad y la rodeó hasta llegar a 200 metros de las casas y la escuela.
Quitunuquiña, un villorrio de pocas casas situado a 18 kilómetros de Roboré, se convirtió entonces en un campo de batalla. Pequeños hombres, mujeres y niños con baldes y ollas con agua luchando contra llamas gigantes que así como crecían, desparecían para seguir su paso rastrero sin siquiera ser detectadas por drones, que llegaron tiempo después. De ahí en más, Orlando no pudo recuperarse. A su edad y acompañado por su esposa, Manuela Mercado (64), veía cómo aquel fuego que entró sin avisar como un ladrón, se tragó sus plantaciones de limón, manga, mandarina, yuca, arroz; todo aquello que le servía para comer, pero también para vender.
Durante la tragedia, que duró semanas, hasta la casa de este hombre que en su juventud se ganaba la vida como obrero y en otros oficios, llegaron donaciones de alimentos. Para noviembre, tras el cambio de gobierno antecedido por un paro de actividades de 21 días en todo el departamento de Santa Cruz, le quedaban unos cuantos bidones de agua industrializada, algo de comida y poca esperanza. “En otros años –recordaba- en esta época estábamos en la cosecha de manga para vender. Ahora hay que esperar a que crezcan los árboles de limones”.
El incendio que asoló la vida de Orlando consumió 4,1 millones de hectáreas en Santa Cruz. La zona más afectada fue la Chiquitania, y Quitunuquiña , una de las primeras comunidades en ser alcanzadas por las llamas en julio, cuando nadie imaginaba que la lucha contra los incendios se prolongaría hasta noviembre.
— Eso era un infierno-, recuerda Diego Suárez.
En agosto, cuando el fuego se había desbordado, este bombero se adentró al monte con más de una decena de voluntarios por Taperas, una comunidad de San José de Chiquitos.
— ¿Debemos estar a 37, 38 grados?—, pregunta ahora sentado en una banca de la plaza principal de Santiago de Chiquitos, en Roboré. Es marzo, verano, y se responde con un suspiro, -esto es como estar bajo un aire acondicionado.
El equipo de protección personal (EPP) de un bombero forestal consta de un traje antillamas, mascarilla buconasal, guantes, casco y una mochila de 25 litros en la espalda. En una región donde gran parte del año el termómetro marca más de 30 grados, la cercanía con el fuego genera una sensación térmica por encima de los 70 grados.
En el monte no hay hidrantes ni carros con tanques cargados. Los bomberos usan el agua de sus mochilas para sofocar pequeñas llamas que encuentran a su paso. El resto del tiempo retiran hierba seca, barbecho, ramas de árboles caídos. Lo hacen de forma mecánica, con rastrillos y otras herramientas, para que cuando el fuego llegue no encuentre qué quemar y se extinga. Bajo un sol que mata cualquier esperanza de lluvia, caminan kilómetros en medio del humo.
Se supone que deberían estar tres días en la línea de fuego, volver a casa, rehidratarse, nutrirse, vitaminarse, oxigenarse y retornar en una semana. “Pero nosotros no tuvimos relevo, porque el Gobierno no declaró alerta nacional, eso le hubiese abierto la puerta a bomberos voluntarios del mundo”, dice Diego.
Para el 21 de agosto, el entonces ministro de Defensa, Javier Zabaleta, anunciaba que “en toda la zona de la Chiquitania el incendio ha bajado en su magnitud y al momento está mejor controlado”.
En los hechos, Roboré era un hervidero de gente. Por su ubicación geográfica -410 kilómetros al este de Santa Cruz de la Sierra- se convirtió en el centro de operaciones para distribuir ayuda y auxilio a la Chiquitania, Chaco y Pantanal, las tres zonas afectadas por el fuego. Sus anchas avenidas de adoquín lucían abarrotadas de vehículos oficiales y particulares. Tanto el casino militar como el edificio de la Alcaldía se convirtieron en recintos de recepción de donaciones. La gente llegaba para entregar ayuda pensando que vería el fuego en la carretera, cuando lo que ardía era el corazón del bosque. Decenas de grupos de voluntarios arribaron de todo el país, muchos de ellos sin indumentaria para entrar a combatir las llamas. Otros traían su equipo; los más perdieron zapatillas con planta de goma diluidas en el suelo ardiente.
“Estuve en varios incendios, en Guarayos, Porongo, el Norte Integrado, pero nunca había visto uno de esta magnitud. En algún momento pensábamos que todo lo que hacíamos era en vano porque (los incendios) volvían a activarse. Luego de hacer un peritaje vimos que estaban siendo provocados, había intencionalidad”, asegura Diego Suárez.
Un informe de la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) desveló que el 89 por ciento de los incendios en Santa Cruz se concentraron en cuatro zonas: Concepción, San Ignacio de Velasco, San Matías y los municipios que están en el corredor San José de Chiquitos – Puerto Suárez. En las primeras tres zonas se trató de quemas recurrentes. El 49 por ciento fueron territorios densamente poblados por árboles y arbustos; el resto, pastizales y tierras con formaciones y vegetación no boscosa.
Varios factores confluyeron para que 4,1 millones de hectáreas ardieran el año pasado.
En el informe “Fuego en Santa Cruz”, presentado en octubre de 2019 por la Fundación Tierra, se apunta a los “grandes ganaderos” como los “protagonistas del incendio”. También a campesinos de nuevas comunidades autorizadas por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), quienes –según el documento- causaron los desastres en San José, Roboré, San Ignacio de Velasco, San Miguel y San Rafael, entre otros municipios.
La aprobación y flexibilización de leyes para alcanzar la expansión agrícola y ganadera, también fueron causantes de lo sucedido.
El Decreto Supremo 26075, emitido en julio de 2019 por el entonces presidente Evo Morales, autorizó el desmonte para actividades agropecuarias en tierras privadas y comunitarias, además de permitir quemas controladas. Esta decisión ya se aplicaba en Santa Cruz y se amplió para Beni, en la Amazonia boliviana.
El cambio climático fue otra razón. Carlos Pinto, gerente de proyectos de manejo de fuego de la FAN, estuvo en un webinario con meteorólogos internacionales, quienes mostraron la subida de temperatura en los últimos años; fenómeno que seguirá avanzando si no se toma medidas al respecto.
Sentado en una vieja silla de plástico, para Orlando Parabá las causantes fueron la sequía y la helada. “Nunca antes había caído una helada así”, insiste.
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Así es
Unas 6,4 millones de hectáreas ardieron en Bolivia entre enero y noviembre del año pasado. Como si todo el departamento de Pando se hubiera quemado. Ardió el bosque, se quemaron pastizales secos, se quemó la tierra. Porque aún sin explicarse, comunarios cuentan que apagaban llamas en un lugar y veían cómo otras aparecían más adelante. “Era como si el fuego avanzara por debajo de la arena”, dijo uno.
Ninguna auditoría seria fue presentada para conocer el daño que sufrió la biodiversidad durante los incendios. El Parque Nacional Kaa Iya del Gran Chaco, al no ser alcanzado por el fuego, se convirtió en un refugio natural de animales que lograron escapar de las llamas. Jorge Landívar, entonces director del área protegida, dijo que hubo un mayor avistamiento de fauna por la zona, lo cual corroboraría la hipótesis. Pero no todos estos seres tuvieron tanta suerte. Muchos mamíferos, anfibios, roedores y ofidios quedaron calcinados en medio de extensas planicies cubiertas de ceniza y carbón, rodeados de árboles muertos de pie.
Para Richard Rivas, director de la Unidad de Conservación del Patrimonio Natural y Área Protegida (UCPN) Tucabaca, posiblemente los incendios incluso tuvieron relación con una epidemia inusual de dengue que se registró en Santa Cruz a principios de este año. Su apreciación tiene lógica considerando que muchas especies que controlan plagas, como los mosquitos, murieron durante la tragedia.
Pero lo sucedido en 2019 solo es parte de un ciclo que se repite desde el año 2000 en el país. La zona de los incendios en Santa Cruz tiene especies de árboles resistentes al fuego, precisamente porque es propensa a que ello suceda.
—Y esto no era un problema hasta antes de 1999—, sentencia Carlos Pinto de la FAN.
Esta fundación lleva un registro detallado de estos sucesos marcados por diversos factores. Hace 21 años, por ejemplo, se quemaron 12 millones de hectáreas en el país, muchas de ellas en la zona de Guarayos.
En 2004, 2007 y 2010 hubo temporadas críticas relacionadas con cambios climáticos, cambios de uso de tierra, políticas agropecuarias y un largo etcétera.
De hecho, según el experto desde el año 2000, se estima que en promedio cada año en Bolivia arden 3,9 millones de hectáreas. El año pasado fueron 6,4 millones, de las cuales 31 por ciento correspondieron a bosques y 69 por ciento a pastizales.
De la cifra nacional de 2019, 1,9 millones de hectáreas ocurrieron en áreas protegidas; dos de ellas en Santa Cruz: Otuquis y San Matías. Pero también las reservas subnacionales fueron alcanzadas por las llamas: 20 en total, 12 de ellas en el departamento oriental. Además, 930 mil hectáreas se quemaron en territorios indígenas, principalmente en la Chiquitania.
Lo más preocupante: 47 por ciento de los bosques a nivel nacional se quemaron más de tres veces, lo que para los entendidos significa que son territorios cada vez más inflamables. Lo otro es que 1,5 millones de hectáreas se quemaron por primera vez.
“El caso del año pasado fue muy particular, porque tenía una acumulación de combustible vegetal muy alta y eso sumado a los vientos del sur, hicieron la tormenta perfecta para los incendios”, explica Daniel Villarroel, subgerente de Investigación y Monitoreo de Ecosistemas de la FAN.
Conocedora de la cultura chiquitana, muy ligada a la cultura del fuego, esta Fundación desarrolla programas de apoyo desde hace diez años en comunidades de esta zona. Lo hace en base a sus usos y costumbres, porque ellos (los lugareños) “saben cuándo y cómo quemar, se guían hasta por las hojas que caen de los árboles”, dice Pinto.
Eso significa que si don Orlando va a trabajar la tierra, sus vecinos van y lo ayudan. Saben en qué horario van a quemar, miden el viento, la temperatura y tienen un letrero, donde colocan el nivel de riesgo antes de iniciar la faena. Además lo hacen entre octubre y noviembre, después de las primeras lluvias de septiembre.
Estos ciclos les permiten limpiar su chaco para cultivar sus alimentos. No son expansionistas, simplemente siembran para comer y vender el excedente.
Paralelo a esto, como respuesta al problema de los incendios forestales, que son muy diferentes a las quemas, en los últimos años se empezó a aplicar una técnica que ve el fuego como un aliado. Se trata de quemas prescritas para reducir pastizales (combustible), de manera que cuando llegue la temporada de incendios, las llamas se extingan al no encontrar hierba seca a su paso.
Hasta ahora esto se ha aplicado especialmente en Roboré, en planicies donde se va acumulando el barbecho; una bomba de tiempo que con un viento fuerte aviva las llamas sin control.
“El anterior año hicimos programas de quemas prescritas, pero se requiere bastante inversión. Hasta ahora lo hacemos en Tucabaca, donde ya hay experiencia en el tema, porque se requiere un análisis mucho más profundo, no necesariamente es bajo el contexto de aprovechamiento para cuestiones agrícolas, tiene que ver con la disminución de riesgo de incendios”, dice Daniel.
Esa planificación de la que hablan los expertos va ligada a la educación que requieren no tanto los habitantes del lugar, que ya tienen una cultura conservacionistas, sino la nueva gente que llega a asentarse y los ganaderos, que también han expandido sus actividades.
“Tenemos que empezar a ver estos valores (de los incendios forestales) como algo normal. Suena medio crudo, pero un año que se queme poco preocupa para el siguiente año, porque significa que se acumula el combustible. Nosotros esperábamos un gran evento (de fuego) en 2017, pero se quemó poco, entonces dijimos será en 2018, pero en agosto hubo una buena lluvia que interrumpió el período seco. En 2019 el cambio climático hizo su parte”.
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Cuándo y cómo
La carretera a la Chiquitania es un infinito laberinto asfaltado. En el horizonte, casi siempre acompañado de un sol furioso, las serranías custodian tupidos bosques que en su interior albergan diversas especies de flora y fauna, muchas de ellas únicas en Bolivia.
Bosque seco chiquitano, Gran Chaco y Pantanal (sabanas inundadas). Tres ecorregiones que en algún momento confluyen en este extenso territorio cruceño se quemaron durante los incendios de 2019. De la primera, se trata del bosque seco tropical más grande y mejor conservado de Sudamérica; uno de los pocos que quedan en el mundo. La segunda ecorregión es el bosque seco más grande del mundo. Finalmente, el Pantanal es un mosaico de lagos, lagunas ríos, palmares, bosques; hogar de miles de especies de fauna y flora.
Pocas semanas después que se controlaran los incendios, un tenue reverdecer se empezó a asomar en medio de los todavía humeantes troncos. Para noviembre, en los caminos hacia las comunidades las huellas de los incendios eran profundas, pero también era notoria la presencia estelas de plantas en flor.
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“Todavía hay que esperar a una segunda lluvia para ver cómo reacciona la naturaleza”, dijo a mediados de agosto el biólogo René Guillén, quien trabajó en la restauración del bosque en el Parque Nacional Kaa Iya del Gran Chaco, luego de la construcción del gasoducto Bolivia-Brasil que atravesó el área protegida, en la década del 90.
Tenía razón. El libro donde plasmó su experiencia contiene cuatro capítulos con los pasos a seguir en toda revegetación. El primero y más importante: conocer el bosque que se quiere restaurar. “El Cerrado y el bosque Chiquitano, la parte de Pantanal, toda esa zona tiene estudios de dónde están las quemas. Por ejemplo, la meseta se quema todos los años, no se tiene que hacer vegetación, en el abayoy (un ecosistema casi endémico de Bolivia), lo mismo. Lo que se tiene que hacer es ver cuánta ha sido la quema realmente, cuánta la biodiversidad”, explica.
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Por su trabajo, sabe que un buen número de las especies afectadas en los incendios son pirófitas, que significa que están adaptadas al fuego. “Ahora, qué intensidad de fuego pueden resistir es la clave. Para eso hay que ir y hacer parcelas permanentes de estudio. Poner placas a los árboles con determinado diámetro y todos los años hay que ver si siguen vivas, cuánto han crecido”.
Con estos datos –continúa- recién se puede pensar en producir plantines para reforestar, porque esas especies no están en viveros, como cree la gente.
Entre 2012 y 2013 su metodología se usó para revegetar el bosque ribereño en el municipio de La Guardia. Por eso plantea que cada bosque requiere un inventario. “No se puede mezclar los bosques de la Chiquitania con el Chaco, por ejemplo”.
Esa auditoría ambiental a la que se refiere Guillén es una de las recomendaciones que hizo la Fundación Tierra luego de los incendios. También la investigación sobre responsabilidades y la intervención en asentamientos humanos, para reconducir esa política.
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Nada de ello se ha dado hasta el momento. El cambio de gobierno fue uno de los factores y la pandemia se sumó a la transición.
Ni siquiera un cambio normativo fue posible, con lo cual “no hay mayor control territorial de quemas o chaqueos en la zona”, asegura Gonzalo Colque, director ejecutivo de Tierra.
En el actual gobierno de Jeanine Áñez, el experto ve una profundización de la política agraria del anterior mandatario, Evo Morales. La aprobación de un decreto que permite el ingreso de cinco cultivos transgénicos y la decisión del INRA, de entregar más de mil títulos agrarios sin brindar información pública, se suman a las observaciones. “Sabemos que se han entregado títulos de propiedades saneadas por encima de cinco mil hectáreas, lo cual va en contra de la Constitución. Eso pasó en San Matías y una de las propiedades donde comenzó el incendio es una propiedad titulada en 2018, con más de 10 mil hectáreas”, sentencia.
Todo ello, sumado a la crisis económica que dejará la pandemia del coronavirus complica el panorama medioambiental.
Los grandes soyeros tienen serios problemas. Por ello, el pedido de transgénicos o mayores facilidades para la expansión son pedidos de auxilio, aunque su uso no sea la solución.
En ese contexto, el nuevo gobierno debe tener como política de Estado el modelo agropecuario boliviano. Algo que –según Colque- no se ve en los programas de los candidatos a la presidencia.
“En general, no hablan de medioambiente, riqueza natural, bosques, o promover un desarrollo rural sostenible. El MAS sigue apostando por la agroindustrialización y biocombustibles. Comunidad Ciudadana (CC) plantea una transición en la agricultura actual hacia una agricultura sostenible verde, pero no satisface las expectativas en términos ambientales, por ejemplo no habla de la coexistencia entre pequeña y gran propiedad. Creemos es más bien explícito en el sentido de promover el uso de biotecnología. Con la alianza Juntos, de Jeanine Áñez, no desarrollamos nuestra mirada porque no es el tema más fuerte de su propuesta”, asegura.
Mientras, solo entre enero y el 24 de abril de este año se registraron más de 15 mil focos de calor en todo el país, según el monitoreo de la FAN. El 78 por ciento de ellos en Santa Cruz. Otro informe, esta vez de la Fundación Solón señala que en el mismo período de tiempo hubo 3.368 incendios, 607 más que en el mismo lapso de 2019.
“Sería terrible”, responde Carlos Pinto a la pregunta de qué pasaría si el fuego de descontrola como sucedió el año pasado. Par empezar –explica- difícilmente se asignaría el presupuesto económico que se tuvo el año pasado para combatir las llamas. Prácticamente todos los recursos humanos y económicos del Estado están destinados a enfrentar la Covid-19.
Tampoco los voluntarios podrían ingresar a la zona como ocurrió, ya que muchas comunidades indígenas y municipios están cuidando a su gente del contagio. Finalmente, la capacidad de reacción también demoraría por la situación de cuarentena.
Pese a los obstáculos, los proyectos de capacitación y formación para convertir al fuego en una herramienta continúan en la zona. Eso sumado a que este año hubo lluvias esperadas hacen que se prevea un panorama alentador, dentro de todo. “Aun así no hay que confiarse, no me gusta ser negativo, pero los pronósticos para los siguientes años muestran que la temperatura del planeta sigue subiendo”, dice Pinto. “Son pronósticos, pueden cambiar, pero eso depende de todos”. /CONTINÚA LEYENDO ⤵⤵⤵⤵
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