En las primeras horas del día, cuando la comunidad aún duerme, Juana ya está en acción. Son las tres de la mañana y su rincón gastronómico, el Kiosko Luís Elián, se prepara para abrir sus puertas. La música suave llena el ambiente mientras se concentra en su labor culinaria. A las 5:00 AM, los clientes comienzan a llegar en busca de desayunos sencillos y reconfortantes.
Sin embargo, es a la hora del almuerzo cuando el quiosco se distingue. Una modesta fila se forma con personas esperando disfrutar de la cocina de Juana. Aunque el menú del día ofrece diversas opciones, desde pollo guisado hasta plátano maduro frito, es la sopa de arroz la que atrae la atención de todos. Se trata del plato estrella, una combinación sencilla pero satisfactoria, que promete mantener llenos los estómagos durante horas. En esta esquina de Panamá, al igual que en todo el país centroamericano, el arroz es un componente esencial de su día a día.
A miles de kilómetros de distancia, en Cotoca, Provincia Andrés Ibáñez, Santa Cruz de la Sierra en Bolivia— una escena similar sucede todos las mañanas. Allí, Doña Dorys Peña atiende un pequeño puesto de comida reconocido localmente por la preparación del majadito batido o graneado transmitida de generación en generación.
De la misma manera que su colega panameña, Dorys aprendió las cantidades de ingredientes y tiempos de cocción desde que era niña. Su secreto es diversificar el uso del arroz. Ya sea como un majadito graneado (arroz tostado) o majadito batido, que no se granea y se sazona con una cucharada de colorante de Urucu, sus preparados incluyen cebolla, pimentón, pimienta, comino y charque desmenuzado (carne de res deshidratada), y se complementan con huevos, plátanos y se sirve con yuca (mandioca) hervida.
Juana, por su parte, prepara la sopa con una cantidad menor de condimentos pero el resultado es igual de efectivo. Ella mezcla el arroz con carne y verduras para sumergirlo en un caldo fragante y dotarlo así de un indudable sabor casero sobre el cual comenta modestamente: “Hoy no quedó tan bien”. Pero uno de sus comensales no tarda en desmentirla: “échame un poquito más de arroz, por favor”.
Ciertamente, el arroz es un vínculo con la tradición, la cultura y la pasión que se comparte en casi toda América Latina y el Caribe. Según los datos proporcionados por la Fondo Regional de Tecnología Agropecuaria (FONTAGRO) es el cuarto alimento más consumido en la región y contribuye en promedio con el 11 % de la ingesta calórica per cápita de los países latinoamericanos. Panamá y Bolivia son dignos representantes de esta abundancia que, a pesar de su indispensable rol protagónico en muchos de sus recetas, podría encarar diversos riesgos en un futuro no muy lejano.
Seguridad alimentaria y cambio climático
En América Latina el arroz fue un cultivo pionero en la primera parte del siglo XX, cuando las variedades de arroz de secano, tanto tradicionales como mejoradas, se adaptaron a los suelos ácidos de las sabanas tropicales, a los valles y a las zonas vecinas a los bosques del trópico. Desde entonces el arroz se ha convertido gradualmente en un alimento básico en la dieta de los consumidores de la región. Según el estudio Nuevos retos y grandes oportunidades tecnológicas para los sistemas arroceros de Luis Roberto Sanint, el consumo per cápita de arroz blanco pasó de menos de 10 kg en los años 20 del siglo pasado a cerca de 30 kg en los 90. Para el año 2020 se producían 27 kilos per cápita solo para consumo humano, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
Esta condición lo convierte en un alimento indispensable para la seguridad alimentaria regional, un concepto vital para entender la salud y bienestar de una población y que refiere a la garantía de que todas las personas tengan, en todo momento, acceso a alimentos suficientes, seguros y nutritivos. En el caso de América Latina y el Caribe, este término es crucial pues, a pesar de ser una de las principales regiones productoras y exportadoras de alimentos del mundo, enfrenta desafíos para garantizar el acceso a esos alimentos, además de una gran vulnerabilidad ante el cambio climático.
El informe “El estado del clima en América Latina y el Caribe 2021”, emitido por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha puesto de manifiesto un panorama alarmante por las consecuencias que la variabilidad del clima puede tener en los ecosistemas, la seguridad alimentaria y la disponibilidad de agua, pasando por la salud de las poblaciones y la lucha contra la pobreza.
En la investigación se habla de cómo las prolongadas sequías, los episodios de precipitaciones intensas, las olas de calor tanto en tierra como en el mar, y el derretimiento de los glaciares. están afectando gravemente a América Latina y el Caribe, desde la región amazónica hasta los Andes y desde las aguas del Pacífico hasta el Atlántico, incluyendo las remotas zonas nevadas de la Patagonia.
¿Menos arroz?
A pesar de las evidencias del cambio climático solemos pensar que el aumento de temperaturas globales, solo afectará a lugares distantes como los polos, donde los glaciares se derriten, o a espesas selvas y bosques tropicales que parecen ajenos a nuestra rutina diaria. Sin embargo, las consecuencias de las emisiones contaminantes en el clima tienen un reflejo palpable en aspectos tan básicos como nuestra comida diaria.
Un ejemplo emblemático de Bolivia sucede con el arroz que está en la base del Majadito, un plato ancestral arraigado en las tradiciones culinarias cuyo nombre significa “golpeado” y fue influenciado por la paella española. Sin embargo, hoy en día enfrenta los efectos del aumento de las temperaturas en la región de Santa Cruz de donde es originario.
En tan solo cuatro décadas, mientras que la temperatura global ha aumentado en 0,6 °C, en Santa Cruz ha pasado de 24,7 °C a 25,8 °C. Un fenómeno que se está acelerando, con un aumento promedio de temperatura de 0,3 a 0,4 °C cada década. Expertos, como Gonzalo Colque de la Fundación Tierra, advierten que, en el peor escenario, la región podría experimentar un incremento de 3,2 °C para el año 2060.
En ese escenario las consecuencias podrían ser dramáticas, pues se pasaría a tener de tres días al año con temperaturas superiores a los 40 °C a un número que podría oscilar entre los 14 y los 29. Esto representa una ruptura histórica con los patrones climáticos de los últimos 40 años (1981-2020), según explica José Luis Eyzaguirre, miembro del equipo de investigación de Fundación Tierra.
Pero el problema no se limita a eso. La región está experimentando una disminución del 27% en las lluvias en comparación con hace cuatro décadas. Esta tendencia ha dado lugar a eventos climáticos extremos, desde inundaciones causadas por lluvias intensas en pocos días hasta sequías prolongadas debido a la falta de precipitación.
De lo anterior, una de las consecuencias más evidentes e inmediatas es el llamado desplazamiento intrarregional que tiene que ver con la reconversión productiva de la tierra. Allí, en el Departamento de Santa Cruz, sucede en las provincias de Ichilo-Yapacaní y Sara donde existe un desplazamiento de la producción de arroz hacia el norte del departamento.
Según estudios de la FAN-Bolivia, en el análisis de Mapbiomas Bolivia muestra que en 1985 el área destinada a uso agropecuario era de 2.8 millones de hectáreas, mientras que para el 2021 esta cifra subió a 10.8 millones de hectáreas, es decir, el cambio de uso de suelo por actividades agrícolas y ganaderas tuvo un incremento del 291% lo que impactará tarde o temprano en el clima y en la producción.
Este desplazamiento está vinculado con procesos de degradación de los suelos cultivables que cada vez rinden menos. “Entonces, muchos productores nacionales y extranjeros, grandes, medianos y pequeños siguen optando por buscar otras tierras, con mayor potencial productivo”, dice Joel Richard Valdez, Coordinador de Proyectos de la Fundación Socioambiental Semilla.
Además, hay que considerar que, como expresan los productores asociados de la Federación Nacional de Cooperativas (FENCA) con los cambios en el clima, en las zonas de producción antiguas ahora llueve menos y hay menos humedad, lo que es otro motivo del traslado de las zonas de producción arrocera. A esta variable hay que sumar el endeudamiento de los productores y la escasa innovación tecnológica que en conjunto dificultan el avance del arroz en Bolivia, según Juana Torrez del Centro de Investigación Agrícola Tropical.
Una serpiente que se muerde la cola
Este mismo fenómeno podría ser desastroso en Panamá dado el alto consumo de arroz y que asciende anualmente a cerca de 69.99 kilos por persona, posicionándolo como uno de los principales consumidores a nivel mundial. En este país centroamericano, el cereal no solo forma parte de sus platos más tradicionales, sino que está presente en recetas alimentos como el sushi y la comida china de gran popularidad en los consumidores canaleros. El gusto por el cereal se refleja incluso en las bebidas y postres, como el arroz con leche o el licuado de arroz con piña.
No obstante y a pesar de cultivarse durante todo el año, en épocas de sequía, especialmente entre enero y marzo, y desde mediados de julio hasta mediados de agosto, el país se ve obligado a recurrir a la importación para satisfacer la demanda interna. Tan solo este año, en previsión de una alta demanda, se autorizó la importación de dos millones de quintales de arroz a finales de enero de 2023, evitando el desabastecimiento y, por lo tanto, una posible escalada en los precios. Pero esto podría ser solo el comienzo de un problema mayor pues según estudios de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), al igual que el arroz, el maíz y el frijol en Centroamérica también enfrentan riesgos significativos debido al cambio climático. En un escenario de emisiones crecientes e inacción global, las reducciones estimadas en los rendimientos podrían alcanzar el 35 % para el maíz, el 43 % para el frijol y un escalofriante 50 % para el arroz para fines de siglo, se afirma.
Esto ha llevado al Instituto Internacional de Investigación del Arroz a advertir que la producción de arroz está en peligro debido a eventos climáticos extremos como sequías, inundaciones y temperaturas extremas y, simultáneamente, poniendo en riesgo la subsistencia de millones de pequeños agricultores.
Lo que genera, a su vez, una situación paradójica en la que las prácticas agrícolas se asemejan a un juego de la serpiente que se muerde la cola. Mientras que la inundación de los campos de arroz y la quema de paja al aire libre son prácticas arraigadas e indispensables en la producción de arroz, también son responsables de un efecto adverso notable: la liberación de metano, un gas de efecto invernadero muy poderoso. Como resultado, lo que debería ser una fuente de sustento se convierte en un ciclo destructivo en el que la producción de arroz contribuye a su propia amenaza.
El tradicional locro carretero
El cambio climático no solo amenaza la producción de grandes cantidades de alimentos, como el arroz, sino que también pone en riesgo el patrimonio culinario de las naciones reflejado en sabores más sutiles y locales. Tal es el caso del locro carretero o locro de gallina, un platillo a base de arroz que tiene raíces profundamente arraigadas en la historia de Bolivia, pues su nombre refleja sus orígenes en las caravanas que atravesaban las extensas llanuras de los departamentos de Santa Cruz, Beni y Pando desde el siglo XVII, cuando ha sido un alimento esencial para los viajeros en largas y desafiantes travesías.
Este plato se prepara de manera sencilla, combinando arroz, presas de pollo, cebolla, zanahoria, pimiento y papas en una olla con agua, que luego se cocina durante unos 20 minutos antes de agregarle orégano y servirlo con yuca hervida. Su importancia radica en su papel como compañero inquebrantable en momentos de penosas travesías, cruzando selvas, pampas, ríos y curichis.
Con el tiempo y la integración de Santa Cruz en el país, el locro carretero ha evolucionado, incorporando ingredientes como papa, cebolla, gallina, urucú para dar color y aceite para realzar su sabor.
Y ni qué decir del pan de arroz que se erige como un símbolo arraigado en la cultura gastronómica de Bolivia. Aunque su origen permanece en la penumbra de la historia, su sabor es incuestionablemente apreciado y su presencia en la mesa es una constante en la vida diaria de muchas personas. Este horneado, envuelto en hojas de plátano, se ha convertido en un acompañamiento infaltable para una taza de café o para refrescarse con bebidas como el mocochinchi o la chicha. La receta tradicional del pan de arroz fusiona ingredientes autóctonos como la yuca, el queso y, por supuesto, el arroz. Cocinarlo es un ritual que implica la cocción y molienda de la yuca, la mezcla con manteca, azúcar, sal y queso, y su posterior horneado en hojas de plátano.
A través de conversaciones con la Sra. Dina Sánchez Urgel, una experta en la elaboración de este manjar en las Cabañas a orillas del Piraí, nos sumergimos en la historia de un alimento que no solo llena de energía, sino que también sustenta a muchas familias. Desde quienes siembran el arroz hasta quienes ordeñan las vacas y preparan con sus propias manos este platillo, el pan de arroz representa una cadena de producción que ha perdurado de generación en generación.
En este sentido, Ricardo Cortez, un chef cruceño y comunicador social, destaca la importancia de preservar las tradiciones culinarias al fusionar lo tradicional y lo moderno en la comida. Conocedor de las amenaza que significa el cambio climático para la producción de alimentos, Cortez subraya que conocer la historia y el origen de los platos es esencial para mantener viva la autenticidad de la gastronomía de una difusión equitativa de tecnologías y recursos financieros para proteger el patrimonio gastronómico y evitar que desaparezcan las tradiciones alimentarias de las naciones.
El sancocho panameño
Igualmente los riesgos asociados al clima los padecerá el sancocho, la sopa más emblemática de Panamá, un sabor que evoca instantáneamente imágenes de presas de pollo, condimentadas con orégano y una variedad de tubérculos que se adaptan al gusto del cocinero. Esta sopa, una deliciosa reminiscencia de hogar, es una fuente de consuelo inigualable. Sin embargo, uno de sus ingredientes fundamentales, el ñame, está experimentando una disminución en su producción.
En Panamá, el ñame ocupa un lugar importante en la preferencia culinaria, particularmente el ñame baboso, apreciado por su capacidad para dar una consistencia cremosa a las sopas y realzar su sabor. Desafortunadamente, esta variedad de ñame se ve amenazada por una enfermedad conocida como antracnosis, causada por el hongo Colletotrichum gloeosporioides, al que el ñame baboso es altamente susceptible.
Las causas tienen que ver con los ambiciosos sistemas de producción que propician la falta de diversidad en los suelos agrícolas convencionales, debido al uso excesivo de químicos y maquinaria. Además, el aumento de la humedad relativa, causado en parte por el cambio climático, ha contribuido al brote de esporas de este hongo, exacerbando el desafío que enfrentan los productores y la preservación del ñame baboso, como resultado, los agricultores se han visto orillados a producir el ñame diamante, una variedad que resulta resistente al patógeno, pero dista de proporcionar la misma textura y sabor. La pérdida de sabores y tradiciones puede ser tan imperceptible como implacable para los paladares de las nuevas generaciones.
Otro ejemplo de un sabor que se está desvaneciendo en el país centroamericano es el del dulce de marañón (Anacardium occidentale). Este seudofruto, conocido por su carne jugosa y aroma característico, se ha utilizado en diversas preparaciones, desde bebidas hasta dulces y mermeladas. Aunque el marañón es famoso por sus codiciadas semillas, altamente demandadas a nivel mundial debido a sus propiedades nutricionales, también ha desempeñado un papel fundamental en la repostería y la elaboración de quesos veganos, siendo un componente valioso en la dieta alimentaria.
Lamentablemente, su producción se ha visto gravemente afectado por patógenos que proliferan por el cambio climático. En Panamá, varios patógenos afectan tanto al árbol como a sus frutos y como resultado, la producción de marañón ha experimentado una significativa disminución en los últimos años.
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Alimentos en extinción
Estos ejemplos locales de alimentos y sabores amenazados son tan solo una pequeña muestra de un panorama catastrófico con relación a los sabores y aromas que la humanidad ha cultivado y apreciado durante siglos. Así lo muestra en su libro Comiendo hasta la extinción el periodista de la BBC, Dan Sandino, quien habla de cómo los monocultivos están uniformando los sabores de la humanidad, reduciendo la diversidad y, por lo tanto, acotando nuestra cultura culinaria y nuestra experiencia sensorial.
El libro aborda la pérdida de biodiversidad, desde naranjas de las laderas del volcán Etna en Italia, cacao criollo de Venezuela, arroz rojo de China y maíz de las sierras de Oaxaca. Exponiendo los distintos fenómenos globales que literalmente están acabando con la diversidad en nuestras mesas. “El problema es que todos estamos teniendo la misma experiencia a nivel global, comiendo el mismo tipo de sushi o de aguacate, de la misma forma que usamos la misma moda. Comemos, por ejemplo, un solo tipo de banana, Cavendish, aunque hay 2,000 variedades de banana”, escribe Sandino.
Responsabilidad diferenciada y justicia climática
En este panorama desafiante, se hace evidente que el cambio climático trasciende los límites geográficos y se entrelaza intrincadamente con los determinantes sociales, medioambientales y económicos que inciden en la salud y el bienestar de la población. El informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) destaca las profundas repercusiones de este fenómeno en América Latina y el Caribe, desde la alteración de ecosistemas hasta la amenaza a la seguridad alimentaria y hídrica, la salud de las personas y la lucha contra la pobreza. Además, señala que el cambio climático afecta a todas las dimensiones de la seguridad alimentaria y nutricional en la región, lo que incluye la disponibilidad, el acceso, la utilización y la estabilidad de los alimentos.
Este escenario presenta una paradoja preocupante, ya que, si bien países como Panamá y Bolivia contribuyen solo modestamente a las emisiones globales de gases de efecto invernadero, son excepcionalmente vulnerables a los impactos de la variación del clima y el aumento de las temperaturas. Los eventos climáticos extremos, como el aumento del nivel del mar en Panamá y El Niño en Bolivia, ya están generando desplazamientos de población y amenazando la seguridad alimentaria. “Estamos ante una sequía que no se ha visto en los últimos tiempos. Esto nos tiene que llevar a tomar conciencia a todos los habitantes de Bolivia, a todos los niveles de Estado para que empecemos a trabajar en proyectos para recuperar el agua, en proyectos de prospección, en proyectos para cuidar nuestros bosques, nuestros acuíferos y nuestros ríos”, según José Luis Farah Presidente de la Cámara Agropecuaria de Oriente (CAO) de Bolivia.
Cuando se escriben estas lineas, 290 municipios de los 340 de Bolivia están bajo emergencia por la escasez de agua lo que afectará de manera directa a la producción de arroz y por ende a la población en su conjunto
La justicia climática y la responsabilidad diferenciada, se convierten en cuestiones esenciales en este contexto. Este concepto se refiere al principio de que los países tienen responsabilidades diferentes y distintas basadas en sus niveles históricos de emisiones de gases de efecto invernadero y sus capacidades económicas para enfrentar los desafíos del cambio climático al tiempo que reconoce que no todos los países han contribuido de la misma manera al problema actual del cambio climático y, por lo tanto, no deberían compartir la misma carga o responsabilidad para solucionarlo. Dos ejemplos implacables son Panamá y Bolivia y casi toda la región Latinoamericana y del Caribe que debe de actuar para mitigar los efectos de la crisis ambiental pero también exigir que las naciones industrializadas asuman su responsabilidad histórica y actúen de manera decisiva para mitigar el cambio climático y apoyar a las regiones más afectadas.
La pérdida de ingredientes clave para los platillos regionales no es solo una cuestión gastronómica; es un síntoma de un problema mayor que afecta a la economía, la seguridad alimentaria y la estabilidad social en la región La necesidad de una determinación política más firme, tanto a nivel nacional como local, se vuelve imperativa. Como afirma la periodista ambiental y gastronómica, Raquel Villanueva, “la preservación de la diversidad culinaria y la protección de las comunidades vulnerables son desafíos que requieren un compromiso global y una acción decidida en todos los niveles de la sociedad”.