
En los Andes hay un mito que habla de los hombres-jaguar. Se dice de ellos que eran guerreros con temple del felino y hay quien asegura que vio uno personalmente. Danzas milenarias como Quena-Quenas o Qina-quina representan precisamente a estos personajes, por lo que hace más de cien años, se confeccionaron trajes con cueros de felino. Hoy en día —ante la prohibición de matar fauna silvestre con estos fines— estas piezas se conservan como reliquias, están debidamente registradas y únicamente se sacan para ocasiones especiales.
En la sala de piezas antropo-zoomorfas del museo de Tiwanaku se exhiben esculturas de piedra que reflejan esta conjunción entre fauna y ser humano. Por ejemplo, hay una que muestra a un hombre sujetando una cabeza decapitada en el pecho, tiene los ojos cerrados y la nariz larga. “Es el hombre-jaguar”, dice el arqueólogo Luis Callisaya.

Esta pieza, la única de color negro, fue destruida por los propios tiwanacotas. Alguien le rompió las orejas, el hocico y los pies de forma ritual “para que volviera”, y la botaron frente a la pirámide de Akapana. “Aquí se puede ver el esfuerzo de los artistas para representar un jaguar negro, porque hay amarillos retratados en Tiwanaku”.

Pero hay otra, de la que el arqueólogo David Trigo asevera, es la transmutación de un bufeo, con aletas, a un individuo. Lo más llamativo es que esta imagen también se ha visto en sitios de Atacama (actual Chile), Sucre y al norte de La Paz.
En la misma sala está el hombre-llama y también el hombre-oso, con su orejita salida. En un libro que actualmente se publicó en Estados Unidos, se menciona a un hombre-perro y al hombre-pez.
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