¿Cómo se logró reforestar el área protegida más grande de Bolivia, después de que se abriera una herida muy grande para que atraviese un gasoducto?

A 24 años de su creación, el sitio goza de buena salud de preservación, según expertos. Ahora vislumbra otro horizonte: impulsar el ecoturismo.

Rocío Lloret Céspedes

En el medio de la selva, la oscuridad de la noche es temeraria. Caminar es dar un paso hacia lo incierto y mirar alrededor es imposible sin ayuda de una linterna. Uno sabe que no está solo. Que en medio de la desolación hay ojos que lo distinguen todo. Que hay seres que se mueven como si fuera de día, para detectar su alimento y agua. Que este es su hogar. Que aves, anfibios, mamíferos y reptiles, en comunión con árboles y plantas, son los amos de este monte: el Kaa Iya del Gran Chaco.

Una de las rutas para llegar a este destino está por San José de Chiquitos. Hay que viajar cuatro horas en vehículo desde Santa Cruz de la Sierra y luego ingresar otras tres por el Parque Histórico Santa Cruz la Vieja, en medio de un bosque tupido y un camino de tierra.

 


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El camino que atraviesa el parque tiene cuatro metros, después de la reforestación. Foto: Rocío Lloret.

Al arribar, una reja de gran tamaño marca el ingreso al parque nacional y área natural de manejo integrado (ANMI) más grande del país, con 34.411 kilómetros cuadrados. El único por el que atraviesan 168 kilómetros del gasoducto Bolivia – Brasil, que tiene una extensión total de 557 kilómetros en territorio nacional. La superficie del Kaa Iya es un poco menor a la de Tarija, mayor a la de Bélgica y mucho más grande que El Salvador.

Situado en el chaco boliviano, al suroeste del país, fue creado el 21 de septiembre de 1995, a solicitud de los pueblos guaraníes, chiquitanos y ayoreodes, que ocupan las provincias Cordillera y Chiquitos de Santa Cruz. Los habitantes de esas tierras entendieron que había que proteger este sitio para las nuevas generaciones.

Hoy, 23 años después y luego del impacto ambiental que causó cavar una zanja para enterrar un tubo de 32 pulgadas, a 1.5 metros de profundidad; se plantean nuevos desafíos, uno de ellos: desarrollar el ecoturismo.

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Conservación y desarrollo

Un tatú corechi pasa por el Derecho de Vía. Foto: Sttefen Reichle – Bolivianeando con Steffen .

Para entrar al parque, los lugareños piden permiso al “amo del monte”, la traducción del guaraní de Kaa Iya. Le entregan algo, le agradecen, le ruegan que nada malo suceda.


Nicolás Aguilera, guaraní y uno de los guardaparques más antiguos, piensa que eso lo ayuda en su labor. Con 57 años, 23 de ellos en el cuerpo de protección, conserva sus tradiciones como pocos. “Mucho antes el mburuvicha, que es como el gran jefe, pensó en cuidar este territorio grande para los hijos. Nosotros no cazamos ni pescamos por deporte”, dice.

Esa perspectiva, de conservar la naturaleza y aprovechar sus bondades con un fin de sobrevivencia y no de diversión o negocio, es la que impulsó a los pueblos indígenas que ocupan este territorio a demandar la creación de un parque nacional. Aunque parece sencillo, tener esa categoría y aún más, la de ANMI, conlleva un proceso, en el que se debe demostrar técnicamente la importancia de preservar el lugar.

La forma en que se ha logrado los objetivos medioambientales demuestra que la fórmula ha dado buenos resultados.

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Por eso, cuando en la década de los 90 se concretó la exportación de gas natural boliviano a Brasil y, por ende, la construcción del ducto para transportarlo, hubo conflictos sociales muy grandes. “Los pueblos indígenas estábamos firmes, hablábamos un solo idioma y estábamos unidos, no como ahora. Logramos saneamiento para nuestro territorio, desarrollo productivo y otros puntos. Además se hizo una consulta pública, que se tomó en cuenta para (hacer) el trazo del ducto”, recuerda Julio Socoré Rivero, presidente del Comité de Gestión, instancia que tiene cada área protegida del país y que aglutina a representantes de pueblos indígenas, comunidades originarias, gobiernos municipales, gobernaciones, instituciones privadas y organizaciones sociales involucradas.

La planta Izozog está dentro del parque. En la pista aérea se encontró a Kayana, una hembra jaguar, y sus crías. Foto: Rocío Lloret.

La construcción comenzó en 1997 y terminó en 2003, cuando el ducto entró en operación. De ser un territorio virgen, por el que alguna vez incursionaron soldados durante la Guerra del Chaco (1932-1935), aquello se convirtió en un lugar con mucho polvo, ruido, emisiones de residuos y cientos de camiones circulando, para transportar no solo a los trabajadores, sino el material para armar aquella serpiente de acero.

La norma boliviana, en esa etapa, exigía mitigar aquel impacto, primero con el rescate de fauna al momento de tumbar árboles, y segundo con la recolección y estudio de piezas arqueológicas que fueran apareciendo (se halló 22 sitios en todo el recorrido), por lo que se tenía que trabajar con biólogos y arqueólogos por delante para avanzar. Asimismo, aplicar la gestión ambiental del proyecto, que entre otras cosas implicaba el manejo de residuos y almacenamiento de sustancias peligrosas.

 

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Reparando heridas

Por el corazón del parque Kaa Iya ahora hay un camino de tierra de cuatro metros de ancho, estrictamente controlado en el ingreso, la salida, en los campamentos de protección del Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap) y en las estaciones de Gas TransBoliviano (GTB), la empresa de YPFB que se encarga de transportar el hidrocarburo.

Todo el tramo es parte de los 30 metros que corresponden al Derecho de Vía (DDV) o franja de terreno en la que está el gasoducto, y en cuya longitud la estatal petrolera trabajó en la revegetación durante 12 años. Todo un reto para el biólogo René Guillén.

Solo el estudio para hacerlo demandó cuatro años. El resultado se plasmó en un libro de la tesis doctoral que el experto cursó en una universidad española.


Al estar el parque está en una zona de transición de la región del Chaco, al Bosque Chiquitano y Cerrado, hay serranías, cauces e incluso dos humedales de importancia internacional. Por tanto, revegetar no era una tarea fácil.

En el parque hay senderos que conducen a algunas lagunas, donde los animales suelen bajar a alimentarse. Foto: Rocío Lloret.

Ante la situación, se tuvo que delimitar parcelas base para replicarlas, hacer un inventario de las especies, clasificarlas, producirlas en un vivero y plantarlas previo cálculo matemático que determinara la distancia entre un individuo y otro. Y es que la naturaleza no sigue un orden lineal sino aleatorio.

“Para nosotros era muy difícil hacer esto, porque no había absolutamente nada de información sobre el bosque seco chiquitano o el chaqueño en esa época (2003)”, cuenta Rodrigo Quintana, gerente de gestión de calidad, salud, seguridad, medio ambiente y social en GTB.

Durante mucho tiempo, Guillén y su pequeño equipo permanecieron en medio de la nada, en carpas que muchas veces no eran protección suficiente ante plagas como la jejene, un diminuto insecto cuyas picaduras son muy molestas. Eso sin contar temperaturas que superan los 40 grados y frentes fríos extremos. Asimismo, la imposibilidad de ingresar en tiempo de lluvia, porque hay zonas pantanosas a las que solo se puede acceder por vía aérea.

Paralelamente, tal y como demandaba la Ley, comenzó el monitoreo de fauna con trampas cámara, que por entonces (2002-2004) eran unos equipos grandes que funcionaban con rollos fotográficos. Estos aparatos se colocaban en lugares estratégicos y se activaban cuando detectan movimiento. Para apoyar la labor, dependientes de la GTB y guardaparques iban registrando especies cada vez que veían alguna.

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La presencia del yaguarundi es sinónimo de buen estado de conservación. Foto: Miguel Aponte

Durante el tiempo que duró la construcción del gasoducto y la etapa posterior, era evidente que la presencia de animales disminuyó de forma notable. El solo hecho de hacer caer árboles, el polvo, sentir la presencia del ser humano y los ruidos, entre otros aspectos, hizo que las cifras registradas fueran preocupantes.

Actualmente ni el Sernap ni la firma estatal tienen un estudio que certifique la cantidad de individuos por especie. Sin embargo, es alentador ver que las nuevas cámaras-trampa (pequeñas, con baterías recargables y digitales, que también captan videos), registran jaguares jóvenes y yaguarundis (una especie de puma pequeño), los cuales –según los biólogos- demuestran un “excelente estado de conservación”.

Más adelante se espera tener una cifra aproximada, porque como parte del actual Programa de Prevención y Mitigación (PPM) y Plan de Aplicaciones de Soluciones Ambientales (PASA), que se renueva cada diez años; la GTB debe realizar un censo. Para ello tiene que instalar más de estos equipos a lo largo de los 168 kilómetros del gasoducto que atraviesa el Kaa Iya. Ese trabajo es supervisado por el Sernap, que también tiene sus propias cámaras trampa, y por los pueblos indígenas chiquitano, ayoreo y guaraní.

Empero, cuando uno recorre el camino del DDV en vehículo, se puede observar tortugas, zorros, monos, conejitos de monte y aves de diversas especies. Si se tiene paciencia y tiempo, incluso felinos como el tigre americano o jaguar. Esto especialmente en época seca (entre mayo y septiembre, aproximadamente), porque los animales salen a pequeñas lagunas en busca de agua.

La presencia de turistas no es frecuente, pero quienes buscan este destino lo hacen para ver fauna. Foto: Nick Mcphee.

Los guardaparques juegan un rol vital en el tema, porque entre sus funciones también está anotar el dato cada vez que avistan una especie. En 2005, por ejemplo, se avistó por primera vez a Kaayana, una jaguar a la que se le hizo seguimiento. Años más tarde se la vio con crías. Hoy se cree que ella ya está algo vieja, pero se ha visto a jóvenes felinos que serían sus descendientes.

Comúnmente los fotógrafos de naturaleza tienen el tiempo necesario para aguardar el momento preciso y captar imágenes espectaculares. Para Nicolás, el guardaparque, también es cuestión de suerte y de saber por dónde están los felinos, a determinada hora; algo que él y sus compañeros dominan.

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Los guardianes del parque

Son casi las 23.00 de un día de junio. El cielo luce estrellado y una luna intensa ilumina el parque Kaa Iya. Jorge Banegas, el jefe de guardaparques, instruye hacer un patrullaje por el área protegida, ya que en los alrededores suelen aparecer cazadores furtivos.

Muy despacio y con las luces bajas, comienza el recorrido. Se oye grillos y el zumbido de mosquitos, el vuelo de búhos y lechuzas. Hace frío. Luego de tres horas de avanzada, apenas se ha viso zorros y un pequeño venado. A manera de descanso, el chofer apaga el motor en medio del monte, cerca de una laguna. Aquí suelen “bajar” antas o jaguares a tomar agua. De noche –dicen los que saben- el felino busca sus presas y se hidrata. Durante el día duerme y lo hace por muchas horas.

Hoy no ha habido suerte. Caminar en la oscuridad de la selva es como jugar una ruleta rusa, porque nunca se sabe si uno se topará con una serpiente, por ejemplo. De pronto, un ruido de las hierbas obliga a prender la linterna. A unos metros, una pareja de zorros de patas negras aparece a tomar agua. Como si los intrusos no estuvieran, se acercan a la orilla y beben tranquilamente, luego se internan nuevamente a su “casa”.

 

Veintidós guardaparques cuidan el área protegida más grande de Bolivia.

Todos son conscientes de que su labor es muy importante para preservar el estado del parque.

 

Por la mañana, antes del amanecer, también hubo un recorrido. Bandadas de loros y monos de distintas especies se dejaron ver en su hábitat natural; pero no el tigre americano. Horas más tarde, un grupo de ingenieras ambientales que llegaron a conocer el parque tuvieron la fortuna. A un costado de la vía, los brillosos ojos alertaron de la presencia. Una de ellas, lloró de emoción al presenciar su majestuosidad.

Veintidós guardaparques cuidan el área protegida más grande de Bolivia. Todos son de origen chiquitano o guaraní, por lo que más allá de cumplir con una obligación, son conscientes de que su trabajo es muy importante para preservar el estado del parque.

Su labor es solitaria y, muchas veces, arriesgada porque no pueden portar armas; mientras que los cazadores sí llevan escopetas para atrapar a sus presas. Entonces –cuenta Mario Gil, uno de los más jóvenes- ellos deben manejar la situación con astucia, para quitarle el instrumento al agresor, sin que ello ponga en riesgo sus vidas. Lo han hecho muchas veces y hasta ahora, por fortuna, ninguno ha sufrido algún daño.

Este puma concolor fue captado por el fotógrafo Daniel Alarcón.

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Hacia dónde va el área protegida

Kayana y su cría, una de las imágenes más emblemáticas del Kaa Iya. Fue captada por Daniel Alarcón.

Richard Rivera es responsable del Programa de Monitoreo Integral Ambiental del Kaa Iya. Según explica, la riqueza del parque nacional no solo es natural sino cultural, porque en el interior se ha detectado personas no contactadas del pueblo ayoreode. De ahí la importancia de trabajar por la conservación.

Hasta ahora, la forma en que se ha logrado los objetivos medioambientales demuestra que la fórmula ha dado buenos resultados: la GTB cumple con sus obligaciones para operar, supervisada por el Sernap y también por el Comité de Gestión. De aquí en adelante, el nuevo reto es lograr la autosostenibilidad financiera del área protegida.


Para ello, se ha visto el ecoturismo como uno de los caminos. Ello significa que se busca visitantes que, además de deleitarse con la biodiversidad del sitio, coincidan con la lucha de preservarlo.

“Ya tenemos lo principal, que es la reglamentación, porque no queremos un turismo desordenado, que pueda causar impactos negativos. Queremos que el Sernap pueda regular el turismo, mas no administrarlo”, asegura Rivera.

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Para ello la GTB prevé construir dos de ocho miradores y un ecoalbergue el próximo año. La idea es brindar condiciones óptimas para recibir a los visitantes. Actualmente, los que llegan deben dormir en carpas y ello, en un lugar de condiciones climáticas extremas, es agobiante.

El modelo que se está proponiendo es establecer un convenio con la organización Indígena Turubó y, a futuro, con la Capitanía del bajo Isoso, para que ellos se encarguen del manejo y administración. Eso significa que deben prestar servicios como: alimentación, hospedaje, guiado y transporte, pero reinvertir ese dinero en mejoras y lo que haga falta. Algo como lo que ya tiene la GTB con comunidades chiquitanas, ayoreas y guaraníes para la custodia de sus porterías: contratos de prestación de servicios.

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El zorro patas negras aparece con frecuencia. Foto: Daniel Alarcón.

Entre mayo y septiembre, es la mejor época para visitar el parque. Pör ahora ay operadores de turismo que, previa autorización y pago del Sistema de Cobro (Sisco), traen gente interesada en el avistamiento de fauna, principalmente. Son pocos, pero son aquellos que tienen en mente conocer sin causar daños.

En el campamento de guardaparques de Tucavaca hay un espacio para instalar carpas. En la época de la construcción, este lugar fue una ciudadela que llegó a albergar a 400 trabajadores, por lo que es de gran tamaño. Y aunque el ruido sigue siendo una de las principales emisiones, tanto aquí como en las estaciones de gas de la GTB; con tecnología se ha logrado mitigar el impacto. Por eso no es extraño que hasta este lugar lleguen zorros, monos, loros, parabas antas y felinos pequeños.

Los videos caseros y fotos que todos los guardaparques tienen en sus celulares son prueba fehaciente de su paso por este sitio.
Ese privilegio, de convivir con los verdaderos dueños de este monte, hace que gente como Mario Gil, por ejemplo, haya decidido dejar sus estudios de perito en banca, a los 19 años; para postular a un cargo como custodio del área protegida. Ahora tiene 29 y aunque vio nacer a sus dos hijos –de cinco y siete años- como sus compañeros, pasa más tiempo acá que con su familia.

“La primera vez que vi un puma, estaba con su pareja y una cría. Quedé tan entusiasmado, que los seguí por un sendero, todavía tengo el video”, se emociona como un niño, pese a su prominente estatura.

En algún momento –cuenta- pensó en lo duro que es estar alejado de los suyos (trabaja 24 días y descansan siete), explicarles su trabajo y hacerles comprender que su lejanía tiene un fin. De niño soñaba con ser médico para curar a su padre enfermo del corazón; ahora espera que su sacrificio valga la pena. “Creo que sí vale la pena no ver crecer a mis hijos, porque les estoy dejando algo que después ellos van a gozar. Un día van a venir a visitar esto y van a decir: mi padre ayudó a cuidar esto y gracias a esto todavía el jaguar existe”.

 

Cómo llegar y qué llevar

Actualmente la incursión turística en el Parque Nacional Kaa Iya es limitada a pocas operadoras. Una de las que ingresa con periodicidad es Tucandera Tours, cuyo responsable, Saúl Arias, es biólogo especializado en zoología. Esto ayuda mucho al momento del recorrido y el avistamiento de fauna, porque conoce el comportamiento de las especies, sus horarios y otro tipo de información muy útil.

Empero, este es un turismo exclusivo por el costo, y requiere mucha conciencia de la importancia de no dañar el sitio, ya que en todo momento se cuida que no se arroje ningún tipo de desecho, entre otras medidas.

La mejor época para visitar el parque, según Arias, es entre mayo y septiembre, cuando las aguas bajan y ya no es época de lluvia. Al ser una zona de bosque seco chiquitano y chaco, las temperaturas son extremas, por lo que se recomienda llevar ropa de algodón, repelente y protector solar. Durante el día, el calor suele ser sofocante y en la noche el frío se siente más que en otras zonas, por lo que también se recomienda una chamarra rompevientos, sombrero y zapatos de alto tráfico. Debido a la presencia de jejenes casi a toda hora, lo mejor es siempre tener prendas largas.


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